miércoles, agosto 16, 2006

Desde abajo.

Sobre un piso marrón deslucido, a sólo unos metros de aquellos ventanales que lo separan de la nocturna ciudad, descansa un pequeño conjunto de objetos de diversos materiales, texturas, colores y formas, dispuestos en sentido vertical y de manera asimétrica porque sus diferentes volúmenes facilitan ese tipo de organización.
Al ras del piso un pequeño cuadro rectangular en posición vertical, se recuesta sobre el pie del atril metálico que sirve de apoyo al grupo de objetos; sin embargo tres de ellos no se contactan con él porque se encuentran colgados del borde derecho de una obra pictórica de mayor tamaño ubicada en la parte superior de aquel.
En el espacio que existe entre el cuadro superior y el inferior, se ubica una paleta de pintor en cuya superficie de madera se reconocen los restos de varias pinturas (óleos, témperas o acrílicos) entremezcladas de manera azarosa. La forma casi oval de dicha paleta, que cuelga de una perilla que posee el atril cuya función es regular su altura, contrasta con las formas rectangulares de ambas obras artísticas y además recibe una tenue sombra que se proyecta desde la superficie del cuadro ubicado justo arriba de ella.
En el lienzo superior los colores suaves, con gran presencia del blanco y del vacío en la composición general, caracterizan la obra, que se diferencia de la representación abstracta ubicada más abajo porque ésta posee colores más intensos que forman planos y líneas bien definidas y no dejan espacios libres en la superficie del lienzo. En aquella obra ubicada arriba se observan dos figuras humanas enfrentadas, agachadas, con una pierna apoyada en el piso y la otra flexionada, las manos en sus cinturas y el torso recto sacando el pecho hacia adelante. Los rostros no tienen definición pero la morfología de los cuerpos nos muestra que se trata de figuras masculinas. Se encuentran representadas con la técnica del puntillismo o impresionista.
En el borde derecho de ese mismo cuadro hallamos: un collar de perlas blancas, un bolsito de mujer tejido de color lila y un pequeño lienzo de color marrón. Las perlas del collar no son auténticas porque sus brillos delatan el componente plástico que posee la imitación.
Leonardo May (Descripción)

Los ojos de Felix.

Caía la noche. Lentamente las calles se fueron vaciando y aquellas tumultuosas y trajeadas presencias se retiraron de la escena dejando, una vez más, las esquirlas de un arduo día de combate financiero. La mortecina luz del farol de la esquina iluminaba el húmedo pavimento mientras los últimos automóviles desaparecían entre las sombras. En aquel paisaje del microcentro porteño no abundan las casas de familia, solamente edificios de oficinas que palpitan durante el día y se inundan de soledad por la noche; sin embargo existen personas como Don Félix que debido a su empleo no puede pensar en una vida alejada de ese ámbito.
Esa noche todo parecía normal y ningún acontecimiento perturbó su pensamiento; algo raro porque Félix era un hombre muy atento a todo lo que sucedía a su alrededor y el más mínimo suceso le llamaba la atención. En ese desdichado momento quizás estaba pensando en su hijo, al que no veía hace años y al cual extraña cada vez más. Una bolsa negra en cada mano le ayudaba a mantener el equilibrio a lo largo del pasillo pero a la vez lo obligaba a mantener la puerta abierta con el pie para poder salir a la calle.
-¿Le ayudo, jefe?, habría pronunciado aquella figura que Félix no vio llegar y que de repente salió del rincón más oscuro y vengativo de la ciudad-. Al darse vuelta sintió que su mundo se partía en dos y ante la rapidez con que aquel hombre dominó la situación no tuvo oportunidad de reaccionar.
Luego de dejar en el suelo las dos últimas bolsas de basura que diariamente sacaba, la noche se hizo más oscura para él pues su estómago sirvió de apoyo al arma que aquel sorpresivo hombre llevaba en su mano. Lamentándose por no haber sido más cuidadoso, obedeció sin titubear las indicaciones del intruso y en menos de cinco minutos le habría entregado las llaves de las principales oficinas de aquel edificio que tanto cuidaba, pero que en ese momento fue víctima de uno de los tantos saqueos que se producían en la zona.
Frente a la puerta de entrada se detuvo silenciosamente una camioneta Traffic, desde la cual descendieron tres hombres más, todos vestidos con camperas pertenecientes a una empresa de mudanzas y, luego, de asegurarse que en el edificio estaba solamente el encargado, comenzaron su tarea.
Durante casi cuatro horas Félix estuvo atado a una silla frente a la puerta de uno de los cuatro ascensores por los cuales los intrusos bajaban cajas cargadas con objetos, papeles y computadoras. Una mezcla de tristeza, amargura e impotencia se asomaba por los claros ojos de Félix quien no podía hacer otra cosa que contemplar aquella escena de piratería.
Luego de varias idas y vueltas los hombres dieron por concluida su misión y sin demorarse demasiado desaparecieron en medio del silencio nocturno, único testigo del delito. Félix quedó sentado en una habitación donde los criminales lo encerraron antes de huir, esperando que alguien llegase y lo desatara, pero aún faltaban un par de largas horas para eso; entonces trató de alcanzar el teléfono pero fue inútil el esfuerzo realizado. Afuera la llovizna seguía cayendo indefinidamente mientras las primeras luces del alba se demoraban en aparecer.
Leonardo May (Ficcionalización de un hecho real)

Celestino Vergara, "El Gordo".

Se comenta en el barrio: "el gordo era bueno".
Oriundo de Entre Ríos, Celestino Vergara ("el gordo", para quienes llegaron a conocerlo) era una persona como pocas. En las altas horas de la noche, mientras los vecinos dormían placidamente (porque sabían que "el gordo" protegía sus descansos), se podía observar su figura corpulenta y solitaria en las amplias esquinas del barrio, sin embargo esa soledad nocturna se desvanecía durante el día pues siempre se lo veía charlando con alguien, intercambiando opiniones o contando alguna anécdota, y especialmente ayudando a las personas que tanto cariño le brindaban.
Su contextura física lo hizo portador del apodo con el cual se lo conocía en todo Caseros: "el gordo", claro que las abuelas del barrio atadas a tradiciones italianas o gallegas, demostraban su respeto a través de un "Don Celestino". El metro setenta y, en perfecta armonía, sus casi ciento diez kilos, eran razón suficiente para otorgarle cierta presencia esférica, sobre todo porque la panza dominaba la escena extendiéndose hacia los costados de manera uniforme. Este hombre de brazos cortos y hombros caídos (pero con bastante masa muscular), tuvo una adolescencia campestre donde el trabajo no escaseaba y una completa alimentación era más que necesaria. Los ojos color ámbar parecían encenderse sobre el fondo de su piel tostada y otorgaban a su rostro esa ternura propia de la gente de campo, sin embargo cuando se trataba de reprender a alguien, la expresión de su cara cambiaba radicalmente y se transformaba en una roca que demandaba respeto e infundía temor. Entre sus dos prominentes pómulos descansaban una ancha nariz morena y un enorme y tupido bigote que llegaba a cubrir sus labios superiores. En la frente tenía una pequeña cicatriz y debajo de la patilla izquierda, dos grandes lunares.
Sobre sus sienes fueron ganando lugar, casi sin permiso, las primeras canas que parecían destellos plateados en medio de su renegrido cabello. Estas nieves que evidenciaban sus cuarenta y tantos inviernos, estaban ocultas la mayor parte del tiempo porque siempre llevaba puesta su gorra reglamentaria con orgullo y firmeza; debido a su gran cabeza, aquella era de un tamaño considerable.
Celestino había llegado de Entre Ríos en busca de trabajo con el cual poder mantener a Elvira, su madre. Gracias a los favores de un tío político ingresó a la policía bonaerense y desempeñó sus tareas de una manera impecable durante más de dieciocho años. Un confuso episodio impidió que le otorgaran un ascenso en el cuerpo policial y ante semejante manifestación de injusticia, Celestino decidió abandonar la fuerza y retornar a Entre Ríos a pasar sus días junto a su madre."El gordo era bueno.... ", se comenta aún en el barrio.
Leonardo May (Retrato)

El alma del caminante

El pino verde. El sonido del viento. La luz del sol. Una ventana entreabierta. Un equipo de música que disimula su edad al mantener intactas sus funciones. El turboventilador prestado por ese vecino generoso. Un radiador eléctrico, producto de una compra de garage. La pila de libros desordenados que fueron cayendo sobre la mesa de luz a medida que acababa su turno de lectura. La estructura de un tablero viejo de dibujo adquirido al ingresar a la universidad. El llamador de ángeles con símbolos orientales que acompaña pensamientos en aquellas noches ventosas. Un cazador de sueños, regalo de una novia compañera que aún llena mis días. Una cómoda provenzal, obsequio inesperado que encontramos aquel día en que el empleado de la inmobiliaria, nos entregó las llaves de la casa que acabábamos de adquirir. Dos mesitas de luz del mismo juego provenzal que noche a noche parecen preguntarme ¿dónde has dejado el ropero?. Ropa totalmente acomodada por la mano del azar. Aquel almanaque colgado en el rincón, con su imagen de niños peruanos que permiten revivir uno de mis más emotivos viajes. Discos compactos de gran variedad de intérpretes y géneros musicales que esperan ser escuchados; esos mismos discos que, a modo de lotería, coinciden cada tanto con mis estados de ánimo, lo cual les otorga la posibilidad de sonar por algunos minutos. En medio de ese universo heterogéneo de objetos, recuerdos, historias y las manchas de humedad, se encuentra casi a nivel del suelo el colchón; ese colchón que espera día a día que llegue y me acueste para darle sentido a su existencia, o quizás espera a que me despierte y me vaya para poder descansar él también. No lo sé. Los objetos que me rodean dialogan diariamente conmigo. Algunos me repiten: "no vuelvas a equivocarte"; otros dicen "no bajes los brazos que aún queda mucho por hacer". Será por eso que no me deshago de ellos. Se convierten mágicamente en recuerdos, motivos y reservorio de anécdotas que están allí para darme fuerzas y seguir.
Algunas cosas parecen volver a suceder; cada tanto, situaciones con gusto a recuerdos del futuro se instalan en mi camino y tengo la sensación de estar viviendo ciclos de los cuales quizás ya no pueda escapar. Otra vez, algún fracaso me obliga a retroceder varios casilleros y detenerme a pensar como he de sortear el nuevo obstáculo.
Esa manía de abrir viejos cajones para hurgar en los rincones y encontrar nuevas formas de ver el mundo; el "mundo", ese gran misterio que me desvela tratando de entenderlo; hace un tiempo que no me conformo con solo ser parte de él y necesito comprenderlo y, en lo posible, modificarlo aunque sea minimamente. Por el momento el mundo que ha sido modificado en los últimos años, fue el interior. Varias situaciones fueron las responsables de los cambios en mí; no tiene sentido atribuirles grados de importancia ya que el más insignificante suceso pudo haber causado eco en mi manera de pensar. Nunca antes había tenido un ídolo, un ejemplo de persona al cual querer seguir o semejarme. Quizá porque no me sentía identificado con nadie. Pero un día empecé a interesarme un poco más en su vida. De pronto mis ideas y sentimientos encontraron un espejo donde se reconocían, y aquellos huracanes de pensamientos desconectados pudieron comenzar a ordenarse para concentrar sus energías y orientar mis pasos.
El ser humano como entidad viviente nace en el momento que es concebido. La persona o individuo creo que comienza su existencia al tener conciencia de su vida y ser capaz de orientar sus acciones, dejando de ser una hoja que arrastra el viento. En tal caso creo que habré nacido por 1998. Mis borceguitos y mochila ya venían juntando tierra del camino hace algunos años. Fueron los primeros años de aprendizaje nuevo los que permitieron el desprendimiento de un pasado casi inerte, vacío de recuerdos interesantes, de vida social casi nula. Aquellos años de guardapolvo blanco, hasta cierto punto fueron costosos por lo cual creo que no poseo grandes anécdotas, ni mantengo relación con los antiguos compañeros de banco. Cada tanto me pregunto que será de sus vidas, pero eso es todo. Solo por curiosidad. Alguna huella habrá quedado de aquellos años, pero no es tan palpable como para que pueda verla.
El paso por la escuela secundaria tuvo un poco más de interés, y claro, eran otras las ventajas, pero también eran otros los problemas. Además se sumaban a los que ya arrastraba de antes, pero aún así se pudo sacarle el jugo a esos 5 años.
No entendía demasiado bien que hacía, y por qué debería estar dentro de un establecimiento para aprender cosas. La mayoría de los temas me daban curiosidad y no tenía inconveniente en el aprendizaje de lo que fuera. La poca exigencia de los encargados del saber, en ese tiempo me otorgaba cierta ventaja para evitarme problemas de aplazos. Hoy es el día que lamento mucho eso.
Recuerdo interesante del final del último año del secundario es el de haber optado no estudiar en lo más mínimo para un examen de Economía. La sorpresa del profesor, que a la vez era el director del colegio, al verme entregar el papel en blanco. Nunca supo cual fue la razón de aquella extravagante acción. Solo un "no pude estudiar" fue suficiente para tapar las ganas que tenía de llevar una materia a marzo solo para experimentar lo que se sentía.
Al termino de aquel ciclo me sentí nueva-mente, en cierta forma, desprotegido y no tenía razones por las cuales estudiar. Casi por obligación de tener que seguir estudiando algo, ingresé a la universidad con rumbo a la carrera de "Análisis de Sistemas". Sin haber formado parte del grupo que decidía mi destino, de repente me vi sentado en nuevos bancos, nuevas aulas, rodeado por nuevas personas pero con la sensación de no estar convencido de mi estadía en ese lugar. La incertidumbre de mis padres sobre lo que más pudiera convenirme hizo que siguieran los consejos de aquellos profesores que guiaron mis pasos unos años antes. Pero luego de haberme dado cuenta de algunas limitaciones, decidí no seguir con algo que no me interesaba. La primera decisión seria de mi vida me acercó a esta nueva carrera, de la cual en ese momento tampoco tenía mucha información. Mi gusto por el dibujo fue suficiente para inclinarme hacia el diseño gráfico.
A media que subía los escalones hacia los talleres iba descubriendo cosas que indicaban que no había elegido mal. Los primeros años, entre témperas y papeles de colores, fueron de gran valor pues encontré una forma de poder expresarme. Pero tantos colores y formas nuevas me tapaban el horizonte; aquel horizonte donde se acomodaban unas nubes oscuras que daban forma a la tormenta que se desataría unos años mas tarde. El viento comenzaba a soplar a medida que las hojas blancas se iban acabando, los pomos de témpera y acrílicos quedaban vacíos y los lápices se mareaban de tanto girar en el cubo de metal. Las tomas de decisiones y justificaciones demandadas fueron ganando terreno a la expresión artística que se manifestaba de una manera espontánea. El olor a tierra mojada ya no daba lugar a dudas: iba a tener que buscar refugio y decidir mi nuevo rumbo o, enfrentarme a la tormenta.
Una vez más las voces discutían en medio de la oscuridad. Voces que parecían adormecidas por el paso del tiempo, vuelven a postular sus verdades. Ellas no dormían, solo escuchaban al resto hasta que vieron el momento preciso para hablar, para manifestarse, para nuevamente generar el debate, la crítica y la charla que pudiera arrojar luz sobre el camino a seguir. Cada día que pasa se suman nuevas voces con sus verdades (quizás erróneas) a cuestas; vienen a poner en tela de juicio las realidades del grupo anterior. ¿Cuál de todas esas personalidades que viven dentro de mí será portadora de la verdad de mi vida? No lo sé, ni intento saberlo; solo dejo que ellas solas encuentren la manera de llegar a un acuerdo, cediendo unas, callando otras y dejando a las más aventureras y osadas llevar el mando de mis acciones.
Por aquellos días del `95 se hizo presente la primera posibilidad de recorrer los caminos de Córdoba con un amigo, y separarme por primera vez de mi familia en vísperas de vacaciones. Aquella experiencia marcó mi relación, de una vez y para siempre, con la naturaleza, quien se presentó ante mis ojos en todo su esplendor. Expectativas de acampar en el cerro Uritorco. El peso de la mochila y la carpa. La dudosa calidad de aquella carpa, que a su vez fuera factor importante en la desgracia. La inexperiencia que nos acompañaba mientras caminábamos, pero que no veíamos. El temporal que mojaba nuestros días y noches. El fuerte viento que demostró la débil estructura de la carpa. La cueva salvadora donde pudimos refugiarnos durante tres noches con otros cuatro aventureros que estaban en la misma situación. Los momentos gratos, las risas y el frío que nos acompañaron esos días. La escasa comida y la maravillosa experiencia de poder compartir cada trozo de pan húmedo y chocolate con aquellos desconocidos que nos acercó la situación. El darse cuenta de cuáles son las cosas valiosas de la vida y poder discernir entre ellas y el resto que solo son superficiales, fue en aquel momento el mejor aprendizaje. Luego los bomberos y sus perros rastreadores. La bajada del cerro y la noticia de que no éramos los únicos allá arriba. Las cámaras de TV. Las mil anécdotas y como fondo, ella: NATURA, quien con su mano de agua y viento nos arrancó la carpa y quiso que la conozcamos cara a cara, que la palpemos y que tomemos una lección que nos duraría toda la vida. Nunca antes había estado ante algo tan inmenso, tan hermoso y con tanta energía como en esa ocasión.
Los años posteriores, al acercarse el tiempo de vacaciones, mi índice recorría los diferentes colores de los mapas para seleccionar el nuevo rumbo donde podría encontrarla nuevamente, para que me hiciera vibrar como en esa oportunidad.
Transcurrido un año de aquella húmeda experiencia, ya me encontraba cursando en la universidad, donde tuve que enfrentar a la tormenta interna, mucho más intensa y difícil de dominar. Los portavoces de las verdades facultativas que evaluaban mis procesos, poseían formas de pensar y ver el mundo que no coincidían del todo con los míos, por lo cual comencé a des-confiar de aquellos guías en los que depositaba mi esperanza. Ello me llevó a reconsiderar mi situación dentro de la universidad ya que no encontraba a mí alrededor personas y mentes en las cuales confiar. Un sentimiento de negación y crítica constante me paralizaba las piernas y quedé sin avanzar demasiado durante un par de años. Para ayudar a esa parálisis, se ha-cían presente docentes y personas que fomentaban mi bronca hacia la profesión, ya que eran la encarnación de un espíritu egoísta e individualista al cual no pretendía acercarme. Gran error mío fue el haber asociado la profesión con ese espíritu abominable. Como un trago de agua fresca y pura, llegó el 2002 con sus nuevos vientos de cambio y comencé a perfilar mi nueva posición en el mundo. Un casi espontáneo viaje a tierras bolivianas y peruanas fue un buen comienzo para acercarme a la calidez humana. Gran diferencia vivía con respecto al viaje anterior donde tuve la oportunidad de cruzar el gran océano para conocer las tierras sudafricanas. Ese mismo año se realizó el Foro Social Mundial en Buenos Aires, y yo que nunca antes me había acercado a éstas cuestiones, por primera vez, y sin que nadie dirigiera mis pasos, me acerqué durante dos días a escuchar, a conocer, a abrirme a un campo nuevo. Rápidamente se fueron multiplicando las experiencias nuevas en las cuestiones sociales. Allí tuve contacto con integrantes de los Pueblos Originarios que llevan una clase de vida más comunitaria, menos egoísta e individualista. Me enteré de sus luchas, de su pensamiento y forma de ver el mundo, lo cual influyó de manera fuerte sobre mi personalidad.
Los viajes han detenido su tentativa de llevarme lejos, pero ya volverán los tiempos para reencontrarme con la Pachamama, quizás en alguna forma más definitiva. Por el momento necesitamos terminar de construir nuestro ámbito nuevo y detenernos a descansar un tiempo, alejarse del ritmo alocado de la vida ciudadana para recuperar un poco el equilibrio mental y sentimental.
Búsqueda de equilibrio. Armonía y sosiego necesita el alma del caminante para poder ver en la oscuridad de la noche sin luna. Evolución del alma no tiene, ni sabe de tiempos ni razones. El sonido del viento, el canto del agua bajando por las piedras y el calor de la luz astral, es el tesoro que ambiciona el alma. Todo aquello que me aleje de esos simples placeres, son parte de mis cuestionamientos en las horas de soledad. Por el momento he decidido retornar a las consignas universitarias, a pesar de las contradicciones que surjan de ellas. Es necesario terminar un ciclo para poder comenzar uno nuevo con más experiencia y con la facultad de poder discernir cada vez más.
De todos los momentos vividos los últimos años he podido extraer sabiduría, por lo cual no desprecio ni siquiera los fracasos, que en última instancia deben ser de los que más aprende uno.
Leonardo May (Autobiografía)

Arameo o Amadeo

Arameo o Amadeo escuchó sonar y sonar y sonar el teléfono. Esperó, lo escuchó sonar más y más. Insiste. Contó los infinitos rings, atendió. Escuchó las palabras, una por una, las esperaba hace tiempo. Vivir en la oscuridad. Colgó. Salió. No sabía dónde iba, pero tenía la necesidad de estar yendo.
El viejo y el mar lo acompañaron todo el trayecto. No entendía cómo podían estar los dos flotando cada uno sobre sus hombros y mantenerse tan callados. Ese viejo, montando una silla mecedora, el mar picado, engañoso. Negro. La fábula del viejo y el mar. Miraba sobre su hombro, hacia el atrás, asustado. Y ahora, ¿que pasaría ahora?. Lo mismo que pasaba ahora, antes y después. Nada.
Entonces el dolor se tornó insoportable, sintió como sus rodillas se quebraban en el asfalto de la avenida atestada de autos sin conductores. Las escuchó sangrar. Una mano, toca el suelo. Otra mano toca más fuerte y se desparrama. Llora. Otra mano, una mano más blanda, blanca, casi de algodón. No llora, sonríe. Una risa tibia.
Lo levanta y lo toma en brazos. Lo besa con labios húmedos, arrugados. Lo mancha en la mejilla con un rojo rubí. El niño se limpia rápidamente con desdén.
- Arameo, cuantas veces te tengo que repetir que no camines con los ojos cerrados si no vas de mi mano.- su voz le acarició el rostro escondido entre lágrimas secas. Roce de una brisa veraniega en la húmeda ciudad de buenos aires.
- Es verdad, cada vez estoy más perdido en mí mismo, casi a veces no puedo abrir los ojos.
- Entonces no los abras.
Por un momento las luces de los autos dejaron de correr y se alinearon todas enfocando hacia el rostro de aquella mujer. Pálido y acanalado. Arameo o Amadeo la miró. El paso feroz de estos diez años sin verse había cambiado nada en ella. Por lo menos en su aspecto.
Se deslizó por un recóndito surco de piel que desembocaba en el iris perfecto de su ojo izquierdo. Cuando niño creía que ese era el color de los abismos del más allá en lo profundo del mar, donde habitan los celacantos. Fósiles vivientes disfrazados de peces ciegos, seres orgánicos de antes del antes, con cuerpos cubiertos de escamas cicloideas y cabezas acorazadas. Sus aletas, pedunculadas. Sus mentes, poderosas cavidades de almacenamiento ilimitado. Coleccionan recuerdos, historias, pesadillas, anhelos. Exhiben en sus vientres las cicatrices de todos los amores truncados de la humanidad, que caen, flotan, se sumergen lentamente dentro de las fauces del abismo. Sobre los cuencos vacíos de sus ojos de pez llevan, con desdicha, el signo. El ojo que ve y elige cuidadosamente.
La vida en la oscuridad.
Arameo o Amadeo recordaba todas estas historias como si hubiesen sido contadas en un no tiempo, se sentía a salvo. Podía recordarlo. Ella ya no podía.
Se acercó y vomitó en su anciano oído tantas palabras. Realmente necesitaba esto.
- Me enseñaste y me diste. Ahora lo quitas todo y me escondes en un placard. Ya nunca más pude volver. Me pregunto porqué un día se te ocurrió levantarte de tu silla mecedora para zambullirte en el mar negro y nadar junto a los peces ciegos.-
La mujer lo escuchaba con oídos complacientes. Un día, dos días y todos los que le siguieron. - La enfermedad y finalmente te ahogaste.- prosiguió.- Guardaste tus cuentos en un placard y te entregaste a los celacantos. Te devoraron sin dudarlo. Ya no recordaste más. Cómo perdonar tu olvido. Cerrar los ojos. Inventar cuentos de mares nunca navegados. Ahora navego a la deriva, tenía que suceder.-
- No abras los ojos hasta que sepas que quieres ver, no me apartes, déjame acompañarte. Lo he visto todo.
Entonces acude al llamado de las bocinas que ahora parecían seguir un ritmo constante.
Mira sus zapatos. La sangre se seca. Sigue caminando, cierra los ojos pero no cae. El viejo y el mar lo siguen de cerca y le preguntan si la va a perdonar de una buena vez.
Esa mujer, absurdamente viva en su cabeza. Abuela, esas gafas. ¿Cuánto más quiere ver si lo ha visto todo?
Paula Coton (Ficcionalización de un hecho real)

Fines científicos

Cuando el empleado me entregó el telegrama, le dije: -Tengo la sospecha de que esto significa problemas.
Cuando la aeromoza me notificó que mi asiento, el 158 Z, número que casualmente también me parecía extraño, no existía, le dije: -Tengo la sospecha que esto también significa problemas.
Alzando los ojos al cielo y maldiciendo al gran dios de la buena fortuna, quité mi desarticulado boleto de avión de las manos de goma espuma de aquella marioneta del destino.
Debía hacer las cosas de la manera mas expeditiva posible. Encaré hacia la isla,
nadando me tomaría mas de 3 horas. Descartado.
Cuando toqué tierra firme, le dije al guardián del portón de hierro: -Mis mejillas están escarchadas, recordaré para el próximo viaje llevar puesto un poco de colonia y no acercarme tanto a las nubes negras o azules. Al centinela no pareció interesarle mi comentario, sólo atinó a decirme con su voz monocromática de gran escalador de montañas de hormigón: -Tengo una caja fuerte en la pared, la abriré.
Recapacité: -salir de aquí no significará otro problema. Palpé mi bolsillo derecho como forma de asegurarme que la mía seguía allí. Inviolable.
Acto seguido le regalé el panecillo que traía dentro de la maleta y golpeé ruidosamente el portón.
Cuando Tita dejó entrever su rolliza ovalada cara a través del halo de luz que se escapaba por la puerta entreabierta, le dije: -No quiero engendrar la sospecha de que usted podría ser El Problema.
Tita es una mujer de bastantes años, de pequeña complexión. Sus formas son tan redondeadas como las perlas que cuelgan de su cuello y de sus muñecas. Toda ella es una gran perla. Blanca y pura como las novias de los años esos de los que no sabemos más de lo que nos cuentan nuestros abuelos. Nunca se atrevió a levantarle la voz ni a su propia imagen reflejada en el espejo. Es por eso que cuando me miró con sus redondísimos infinitos ojos de perla, no pude evitar tocárselos. ¿Sabría que eso era lo que venía a buscar? Creo que si. Para eso me habían buscado. Si. Aterrador, pero real. Los coleccionistas desconocen la dialéctica de los límites, la moral y la ética.
Se sentó obedientemente en su sofá de terciopelo plateado y me dijo: “la buena disposición es fundamental para los fines científicos”.
Paula Coton (Narración con descripción)

lunes, julio 31, 2006

Elsa Yamila Orozco o “La Elsa” .

De anchas y robustas caderas, “la Elsa” dominaba sus movimientos, era ágil, en su quehacer, como una ráfaga. Tenía un rostro apagado y la tez oscura, como una calle de faroles averiados. Su cara estaba llena de arrugas, de pliegues que yacían debajo de los ojos y de la pera, y, por la cantidad, era difícil contarlas. Pero el desgaste por tantas horas de esfuerzo, eran las culpables. Llevaba consigo una mirada fina, dulce, pero a la vez peligrosa. Era una persona de poco pensar, pero de mucho hacer; prefería el instinto repentino, la pura acción, antes que la premeditación de un acto futuro. Su vestimenta no era nada peculiar, consistía en alguna calza o ropa barata del Once que la acompañaba en sus viajes. En sus momentos de labor, portaba un camisón gastado, que exponía, cual lienzo de galería, todo tipo de manchas abstractas y coloridas resultantes de una amplia gama de productos y anécdotas pasadas. Elsa dominaba las escobas y demás artilugios como un deporte, era lo que sabía hacer desde pequeña. Su humor oscilaba bastante, había días que lucía la mejor de las sonrisas pero, otros, portaba su peor cara que hacía ahuyentar del camino a cualquier animal doméstico de turno. Era dueña de un resentimiento contra la clase alta. Si bien sabía mentirlo muy bien, eran contadas las veces que tenía simpatía por alguno de sus jefes contratantes. Más bien guardaba una bronca imborrable contra ellos, quizás resultado de la brecha económica que los separaba. Tenía varios casos de robo a cuestas, pero nunca la agarraron con las manos en la masa. Vajillas, algún arito, revistas, una que otra joya y un reloj caro listaban, hasta ahora, su inventario de saqueo. Plata era lo único de lo que no se adueñaba en los lugares por donde había pasado. Una persona que sabía muy bien como hacer las cosas a escondidas, era más que un rasgo, su virtud máxima. No obstante, seguro que no sabría que cara poner o que palabras elegir si la vieran llevándose algo que no fuera de ella, pero su reputación le era más que importante. Los valores religiosos aprendidos en su infancia, constituían su actual moral inalterable. Seguramente no aguantaría que la vieran robando, sería capaz de cualquier acto para no ensuciar su nombre. Si alguna vez la agarraran con las manos en la masa, Elsa no dejaría fácilmente que apareciera una marca en sus antecedentes, invalidándonla en la consultora a la que pertenecía, impidiéndole trabajar como “la recomendada”. Elsa haría cualquier cosa para impedirlo.
Juan Ignacio Sandoval (Retrato)

Robaron una estatua. El lanzador de manzanas.

El puestito era pequeño, un techo de madera oscura marcaba el límite de altura. La reja que ahora servía de puerta, había pertenecido, alguna vez, al alambrado de una plaza. Los remaches excedían su vida útil y ya estaban en sus últimas.
Allá por el año sesenta o setenta, Enrique tenía un amigo que acababa de heredar un dinero y se lo había pedido prestado. Llegar fue cosa difícil, pero sumando al monto los ahorritos de la tía Tulia, Enrique se había acercado a la suma que aparecía escrita en el cartelito de venta y consiguió comprarlo y ponerlo en marcha. Con mucho esfuerzo, la cosa fue mejorando, y los clientes visitaban el puestito frecuentemente, aunque siempre eran los mismos. Se vendían todo tipo de objetos y chatarras, pero no por mucho dinero.
Enrique trabajaba allí, y era el jefe. Con una barriga bien asentada, de barba blanca, portaba siempre un jardinero un poco descosido. Un bastón robusto, lo ayudaba a corregir su caminata oblicua. Su actitud era bastante imponente, no solía tratar mal a sus clientes, pero no toleraba que lo tomaran por ignorante, aunque así lo fuera. Su labor consistía en la compra-venta de metales. Primero los conseguía a bajo precio y luego eran revendidos a otros, para ser fundidos y reutilizados.
-¡Vamos!. ¿Cómo que treinta pesos, esto es bronce en serio?. Usted está loco. Yo le estoy vendiendo material de primerísima calidad. Esta manija perteneció a las puertas del barrio de Boedo. No, no, no, por treinta ni mamado señor, piénselo bien –se produjo una pausa, que había practicado desde siempre-. Setenta y cerramos –retomó Enrique-
-Y no sé, me parece mucho–se lamentaba el comprador, mientras miraba un tanto desconcertado, con cara de inocente-.
-Bueno como usted quiera, pero por esa plata ni lo piense.
-Bueno, me lo llevo, esta bien. Arreglamos en setenta –concluía el comprador, creyendo que era un ganga-.
La compra-venta, era algo difícil. El arte consistía en los gestos, qué músculos de la cara mover y en qué momento hacerlo, para que pareciera natural. Pero era un teatro, una actuación para hacerlos entrar en una nube confusa y que cayeran en la duda. Logrado esto, y si la cosa marchaba bien, era solo cuestión de azar y suerte. El comprador podía aceptar la oferta o desistir de ella. Tal era así, que esos últimos meses no habían sido fáciles, y el puestito había comenzado a decaer en picada.
-Las cosas no están marchando bien Pepe. –le contaba desconcertado a un vecino del puesto, que se dedicaba a la venta de bañaderas-. Esta faltando buen metal. Y la gente ya no confía mucho en la feria. Me cuesta un montón vender esta mercadería.
-No te alarmes Enrique, ya viste que las cosas son así acá. Todos vienen a la feria para comprar por dos mangos. Vienen con poco billete en el bolsillo. Acá hay que pensar en grande, un buen negocio y ponerse un localcito con vista a la calle. No queda otra. –exclamaba Pepe, con una voz un tanto ronca y enojada-.
-Y si, pero ¿Qué le vamos a hacer? No se puede salir de esta mugre Pepe, somos como esclavos.
-M´hijo, acá hay que planear algo. Algo grande. Algo que nos saque del pozo.
-No me hagas reír, Pepe. Que cosa grande ni que ocho cuartos. Estamos condenados a vivir así.
-¡Pero vamos! Que yo te estoy hablando en serio. Cuestión de abrir el mate y ponerse a pensar en una buena pegada. Enrique, me voy que tengo un cliente en la puerta.
Enrique permanecía inmóvil. Aquellas palabras marcaban un antes y un después, eran decisivas. Los engranajes en su cabeza empezaban a girar en otro sentido. Las ideas comenzaban a acomodarse, y eso no pasaba seguido. Un deseo de resentimiento y bronca comenzaba a flotar, como una boya en agua salada. La mirada ahora se perdía en la nada, como si su cerebro hubiera dejado de atender las motricidades del cuerpo, para brindarle un rendimiento exclusivo a aquella idea sin estrenar.Llegada la noche, hundía su cuerpo entero en aquella cama. La contraforma formada en ese colchón era notable, resultado de unos ciento y pico de kilos postrados tantas noches seguidas. Pero Enrique no pegaba un ojo. Parecía como si aquella charla hubiera tomado el control de su persona, y, ahora, sus párpados preferían mantenerse abiertos.
Pasado el insomnio, Enrique estaba, una vez más, en el puestito sacándole brillo a los metales con el trapo de turno.
-Pepe, después pasate por el puestito, que quiero hablar con vos –fueron las primeras palabras que salían de la boca de Enrique ese día-.
-Bueno, termino con esto y voy –contestaba el otro, sin desviar los ojos de su tarea-.
Pasados unos minutos, Pepe ya entraba por la puerta y esperaba, con ansias de hacer breve la charla.
-Pepe, lo pensé bien y me decidí viejo. Me la voy a afanar.
-¿De qué me estas hablando, Enrique?
-La estatua que está allá en el Bulevar Oroño. Me la quiero llevar. Es bronce puro. Un dineral, ¿Entendés?
-Vos estas loco Enrique. ¿Qué estas diciendo? Te van a agarrar. Estás mamado hermano.
-Estoy podrido de la feria, me quiero pegar el palo. ¿Estás conmigo?
-Enrique, lo que estas diciendo es una locura. No tiene sentido, nos va salir mal.
-Ya lo planeé todo Pepe, le atamos unas cadenas. Las amarramos a la chata y salimos rajando. Va a salir todo bien. Avisale a tus pibes y vamos.
-No sé, macho. Hace mucho que no estoy en esa. Sabés que la última vez por un pelo sale todo mal.
-Pero esto es diferente Pepe. No pasa nadie por la placita esa, es una boca de lobo. Es bronce puro. El otro día le eché el ojo y es maciza. Es un ladrillo de guita, papá. La fundimos y hacemos un billetón.
-Dejámelo pensar un poco. A las nueve te paso a buscar por tu casa, pero si no llego no me esperes.
-Está bien Pepe, pero no me arrugués. Va a salir todo bien, es un diez, no hay pérdida.
-No sé. Estas cosas no son tan fáciles. Me voy para el puestacho.
Y cada tanto les pasaba pensar en este tipo de cosas. Eran bastantes los golpes que llevaban encima. La catástrofe tocaba sus puertas repentinamente y algún día explotaban. Podía salirles bien o mal, pero a fin de cuentas era el mismo azar que vivíanen el día a día.
Las agujas del reloj, que pesaba sobre el living desolado, ya estaban en la posición correcta. Enrique estaba preparado, con su bolso de cuero gastado y los guantes puestos. La cábala era esperar sentado y con las piernas cruzadas, en la banqueta del patio. La cantidad de parpadeos por minuto había disminuido bastante. La quietud y ansiedad eran próximas a las de una fiera aguardando para atacar inesperadamente. De repente, la chicharra del timbre alertaba, al pobre hombre, sobre la pronta salida. Con la frente bien alta, Enrique apoyaba cada paso con seguridad, sobre esos azulejos lustrados del pasillo de salida.
El encuentro con aquellas caras, le causaba cierta felicidad.
-¿Cómo va muchachos? Vamos por Pavón, que es mas seguro –soltó al aire, poniendo uno de sus pies sobre el interior de la camioneta-.
El viaje fue tranquilo, y casi no había diálogo entre ellos.
-Es acá, es acá. Estacionate ahí, atrás del auto azul y dejalo en marcha. Yo te chiflo y arrancá al mangazo –le ordenaba uno de los más experimentados en este tipo de asuntos-.
Tomaron las cadenas para envolver a aquel prócer congelado. Los eslabones chocaban entre sí, produciendo un tintineo agradable. Ya estaban hechos los ajustes necesarios para emprender la huida. Las cubiertas empezaron a girar sin moverse del lugar, por el acelere excesivo. El aire olía a goma quemada, un humo tóxico del raspado con el asfalto irregular. La fuerte lucha entre los cilindros de aquel motor exigido, y la solidez de la estatua empotrada en el mármol. Ahora, el vehículo se alejaba a toda marcha, por la calle del bulevar. Reinaba en aquel habitáculo un silencio indescriptible. Pero de repente, Enrique quebró aquel clima sepulcral:
-Moco de pavo. Fácil ¿Viste? Acá, en este barrio, no hay un alma Pepe. ¡Te dije!. –se jactaba Enrique, con cierto aire de superioridad-.
Juan Ignacio Sandoval (Ficcionalización)

Autobiografía

Hoy soy quien soy gracias a mi pasado, a aquellos años que han transcurrido puliendo lo que soy. Es difícil remontarse a alguna situación significativa de mi vida que pudiera explicarme, incluso esta no será fidedigna dado que mi memoria recorta algunos detalles quedándose con otros. Me basaré entonces en aquellos que creo más importantes. Los tiempos de mi infancia, fueron realmente influyentes, y también conformaron las hojas doradas de mi propia historia.
Físicamente, me encontraba todos los días a menos de 2 metros de distancia de aquella bandera que se izaba (palabra que no uso desde entonces) por las mañanas, en aquel patio verde oscuro que pertenecía a mi colegio. Algún alumno distinguido era elegido al azar, entre un grupo selecto de alto promedio escolar. Era éste el afortunado que llevaba a cabo el show matutino. Tan solo 2 metros era lo que me separaba de ella, pero yo ocupaba la posición primera de la fila por mi baja estatura (cualidad que todavía conservo si se me mide o se me mira comparativamente). Pero, a pesar de la cercanía, no podría desdoblarla y acariciarla suavemente mientras se elevara hacia arriba.
De reputación desfavorable para las autoridades escolares, pero totalmente avalado por mis compañeritos de grado, llenos de maldad y hormonas excitadas, la mayor parte de mi tiempo la pasaba ideando planes perfectos para generar novedosas travesuras.
Con solo mirarnos nos entendíamos, como si viajara un mensaje a través de los ojos y fuera recibido por la retina del otro, como una especie de telepatía practicada incansablemente y surgida de la misma experiencia. Esto me pasaba con mi amigo Martín, que más que un amigo era un cómplice. Si hubiese sido lo contrario, hoy nos estaríamos riendo de las viejas anécdotas; pero esto no sucedió, ya no quedan rastros de él, solo queda el recuerdo de aquellas épocas..
Fue en uno de esos momentos “hueco”, luego del almuerzo y antes de la primera hora de la tarde, deambulando por los pasillos, nos chocamos con el viejo y pesado armatoste, cerrado con llave, que tragaba en su penumbra borradores y tizas inaccesibles. Era el placard de lata. Y fue ahí cuando divisamos el objetivo, allí puestos sobre el frío del metal. Ahí estaban todos ellos, con diferentes alturas y prolijidades. Eran los objetitos souvenir que los chiquitines del primer grado, recientemente, habrían fabricado y se encontraban secándose de la pegatina en exceso. Aquellos que harían derramar las primeras lágrimas de los papis, sorprendidos por lo bien que habrían acertado, al mandarlos al colegio privado. Al menos hubieran sido necesarias más de 20 cajas grandes para fabricar todo eso, o tal vez un poco más, pero eso no importaba, todo lo que fuera “cuentas” estaba asociado a las clases y no a lo que estábamos pensando. Tal vez haya sido la terrible cantidad de fósforos, o la mínima proximidad entre cada uno de ellos lo que nos haya llevado a hacerlo.
Ahora se jugaba un gran enfrentamiento, cara a cara, por un lado el deseo por cometer la fechoría y por el otro el peligro de ser sancionados. Pero la tentación por el artificio era demasiado robusta como para dejarse ganar. Y así fue como la curiosidad y el vandalismo ganaron esta vez. Nos brillaban los ojitos con la ilusión de que tal acto nos llevaría a la cima de los peores de la institución; nos dispusimos a planear, organizar y armar la escena hasta quedar completamente seguros de que no fallaría nada. Aquí y una vez más se despertó y vio la luz, el encendedor de turno que dormía en mi bolsillo con medio tanque lleno. Escupiendo su gas inflamable al pulsar su tecla y seguido de la chispa, lanzaba su llamarada para dar comienzo al festín lumínico. Con solo tocar con la llama la primer manualidad infantil de la escena, se produciría el efecto dominó que esperábamos. Uno a uno se fueron encendiendo y contagiando las cabecitas rojizas, deleitándonos con un espectáculo que nunca jamás podríamos volver a presenciar. La sonrisa en la cara de Martín debía ser un espejo de la mía, una sonrisa que hoy me asusta, resultante de algo divertido y perverso.Es tan solo un recuerdo, pero esta vivencia es la que todavía reposa con exactitud en mi cabeza, tal vez sea por su originalidad, o por el orgullo de contarlo o, simplemente, porque es algo que hice que no volvería a repetir. Creo que en él, puedo autodefinirme, no era solo cuestión de realizar un acto prohibido, sino de hacer algo que creíamos original, ideado, pre-pensado, elegir una travesura que fuera realmente nueva para sumar a la extensa lista. Incluso pienso, que hoy, en mis días corrientes, busco el mismo objetivo en la vida: la esencia de algo nuevo. Es lo que me mantiene vivo, es lo que completa mi ser. Esta es la razón por la que hablé de esto y no de otro recuerdo, o -quien dice- si no estoy buscando la excusa perfecta para no escribir acerca de algún otro. Si hay algo que me angustia en este mundo, desde que tengo uso de la razón, ha sido siempre lo banal, lo trillado, lo mundano, los lugares comunes en los que temo caer. Por eso me hubiese odiado si mi relato hablara de mis primeros pasos, o de cuáles fueron mis primeras vocales pronunciadas, o las primeras zapatillitas de talle miniatura. Miles de letras (4.309 hasta aquí, incluyendo este paréntesis) forman cientos de palabras, esto es lo que veo en esta hoja cuando me alejo a una distancia lo suficiente como para no distinguirlas. Es aquí cuando las veo como fósforos, próximas entre si, una junto a la otra, pegadas, formando una gran mecha. Revivo mi deseo pirotécnico, quiero hacerlo pero no, no puedo, no puedo pensar que vaya a suceder como espero que suceda, no va a funcionar. Voy a conformarme con pintarlas de rojo, como las antiguas cabecillas de fósforo.
Juan Ignacio Sandoval

viernes, julio 14, 2006

Psiquis

Miraba el techo recostado sobre su cama, a oscuras, como todos los días. Tal vez meditando, persiguiendo fantasmas o hilando conjeturas. Ya nada cambiaría y no había nada más por descubrir. La psiquis humana es traicionera y demasiado fino es el límite entre la cordura y la locura.
Hace algunos años, "el duro" (así lo llamaban) hizo (o no hizo) un descubrimiento perturbador. Perturbador no tanto por el descubrimiento (estaba acostumbrado a ellos) sino, por las turbulentas idas y venidas de los acontecimientos. Nada fue igual desde aquel día. Ese hecho fue sin duda el fin de su carrera. Demasiados misterios sin resolver, conjeturas e hipótesis inconclusas que lo llevaron hasta las mismas puertas del infierno. Este suceso lo llevó irremediablemente a la ruina. Desde hacia tiempo que su cabeza no funcionaba como de costumbre, años de durísimo trabajo habían dejado, por fin, secuelas, pero nunca tanto como desde aquel día.
Cuando Alfonso Rojas ("el duro") era todavía detective en jefe de la 4º, un caso le perturbó el sueño (recordemos que le apodaban "el duro" por la capacidad que supo tener en otras épocas para mantenerse inmutable ante las situaciones más escabrosas). El cabo Juárez le informó del caso: "una joven de entre 25 y 30 años fue presuntamente asesinada de cinco puñaladas que, desde el esternón al ombligo, forman una perfecta línea recta". "¿Dónde?", preguntó el detective, "en un pub de Medrano al 500", respondió Juárez. "¿Cuándo?", volvió a preguntar Alfonso, "ayer poco antes de la medianoche". Luego le describió vagamente el lugar y le presentó sus conjeturas, casi incoherentes, del suceder de las cosas. "Novato", pensó, y le autorizó a retirarse. Eran entonces las 5.20 AM.
Hombre incrédulo por naturaleza (o por profesión) Alfonso no creyó demasiado en su incauto empleado y decidió armar sus propias interrogantes: ¿un crimen violento pero con las heridas en línea recta?, ¿cinco puñaladas o un arma de cinco puntas?, un crimen que necesita cierto tiempo para ser ejecutado, ¿podría ser realizado en un lugar lleno de gente? Listo, había despertado su curiosidad. Se involucró instantáneamente. "Lo bueno de ser jefe es que puedo elegir los casos más atractivos", pensó en voz alta sin darse cuenta lo que aquel crimen significaría en su vida. Repetía la frase cada mañana, casi para ahuyentar el tedio y la monotonía de un trabajo ya más de oficina que de campo.
Se dirigió luego a investigar. Fue, primero, a la escena del crimen para cruzar algunas palabras con los testigos y oficiales que aún se encontraran allí. Tenía la teoría de que los muertos esperan y los vivos desesperan, por eso dejaba la morgue para el final. El lugar era, por demás, extrañísimo. Desde afuera tenía el aspecto de un garage abandonado. Un portón de madera con, al menos, las últimas tres capas de pintura a la vista. Estaba tan descascarado que ya no se distinguía cual había sido la última. Adentro era simplemente blanco. Un enceguecedor cuarto blanco, blanquísimo. No tenía sillas, ni mesas, ni ventanas, sólo un largo mostrados con botellas de diversos jugos naturales (nada con contenido alcohólico) que oficiaba de barra y millones de pequeños almohadones, de color, obviamente, en consonancia con el resto del lugar. Acostumbrado a los crímenes en lugares oscuros y solitarios, Alfonso estaba tan aturdido que casi no vio la gigantesca mancha de sangre en medio del salón. No encontró nada más, ni armas de cinco puntas, ni cuchillos, ni nadie demasiado informado. Terminó sus apuntes y fotografías, y se dirigió a la morgue. Alta, delgada y tan angelical como una niña dormida, la muchacha era puro contraste: cabello rubio y piel morena, uñas pintadas de blanco y ojos de negro, dientes grandes y labios finos, poco busto y mucha cadera. Toda discordancia excepto su ropa: vestido, zapatos e interiores blancos. Por otro parte, la muchacha tenía un tatuaje en su muslo izquierdo, una "S" o tal vez un "5".
De regreso en su oficina se dispuso a estudiar las fotos y notas que había tomado del caso. En eso estaba cuando su imaginación se disparó hacia la muchacha y su vida. "Esa noche se dirigió a su secta o culto (eso explicaría el lugar y la ropa). Sabía que esa noche le tocaba ser parte, o mejor dicho protagonista, de un sacrificio humano voluntario y silencioso (por eso los vecinos no oyeron gritos). Su tatuaje la identificaba como parte del clan y su vida hasta ese momento no había sido extraña, exceptuando su pertenencia a ese culto (eso explicaría la falta de señales de abuso en su cuerpo)". Así como esta, una a una, todas sus hipótesis fueron refutadas, acercándolo más y más al abismo; ya no podía manejar tantas incertidumbres. Vecinos del lugar o de ella, amigos de la víctima, asiduos visitantes del pub y hasta sus propios momentos de lucidez lo obligaban a reformular sus teorías o abandonarlas completamente a fin de plantear algunas nuevas, cada vez más descabelladas y oscuras. Éstas iban desde un crimen pasional, donde el tatuaje era la inicial de su amado (Santiago, Santino, Sandro...), descartada cuando recordó la frialdad con que fueron realizadas sus mortales heridas. "Ningún amante desesperado puede matar con tanta precisión", hasta algo relacionado a abducciones de extraterrestres. Su mente desvariaba cada vez más.
Tiempo después, había averiguado pocas cosas como para esclarecer el caso, pero mucho más de las que su delicada psiquis podía soportar. "La muchacha" se convirtió rápidamente en Ángeles Fonias, cuando fue reconocida por un familiar. Este hecho no hizo más que inventar, en la mente de Alfonso, paralelismos disparatados entre el color blanco y el nombre de la víctima. En otra ocasión advirtió, gracias a un detallado informe virtual provisto por el Google que esa clase de pubs son una nueva moda porteña; lugares completamente blancos, donde no sirven alcohol, la música es casi funcional y la gente se reúne a redescubrir un arte perdido: la conversación cara a cara. Todas sus conjeturas irreales acerca de sectas ocultas se desvanecieron, se sentía cada vez más perdido. También respondió al interrogante del tatuaje: "S" era la inicial del hermano de Ángeles, muerto cuando niño por una infortunada hemorragia producto de una herida en el fémur.
Estas pocas respuestas no fueron suficientes para aplacar la sed detectivesca de Alfonso; ya desvariando, no podía concentrarse en nada más que en la víctima de tan meticuloso asesinato. ¿Quién?, ¿cómo?, ¿por qué?... no tardó en desesperarse, abandonó todo y comenzó a aborrecer la luz del día. Su decadente estado fue tan evidente que lo separaron del caso. Enloqueció, más aún cuando el caso fue cerrado por falta de pruebas. Ya no quiso ver el sol ni hablar con nadie. Así lo encontraron, muerto, sólo y aún con claros rasgos de alguien trastornado. Miraba el techo recostado sobre su cama, a oscuras, como todos los días. Tal vez meditando, persiguiendo fantasmas o hilando conjeturas. Ya nada cambiaría y no había nada más por descubrir. La psiquis humana es traicionera y demasiado fino es el límite entre la cordura y la locura, entre la vida y la muerte.
Guadalupe Flores Cottet (Ficcionalización)

jueves, julio 13, 2006

La muñeca de Denise

La muñeca descuartizada, sucia, ajada y vieja está sobre la mesa, sentada no alcanza los 30 centímetros de altura.
Con su pollera de tul y puntillas, lo que en algún momento fue un vestido es hoy la reliquia de una época, en la que los juguetes eran miniaturas de la realidad.
Su brazo derecho partido a la altura del hombro y separado de su cuerpo deja al descubierto los interiores de la muñeca.
Sus medias sucias (también con puntillas) y manchadas de humedad cubren las formas de un pie similar al de un bebe de tres meses. Donde debiera estar la cabeza: nada.
Decapitada, pero con visibles rastros de premeditación en el hecho.
No hay golpes ni roturas en su torso. Esto no ha sido un accidente. Alguien ha decidido no ver más su rostro y quito su cabeza de allí.
Lorena Farah (Descripción)

jueves, junio 29, 2006

Perruna cruzada. Por la luna.

Piloteando papelitos, nos fuimos de cruzada por el mundo.
Eramos el capitán de una gran fragata con faro de cartón y proa tan versátil como el colchón de mi cama. Eramos el héroe, piloto que conducía un superbombardero a pique, blanco de feroces contendientes en una lucha por la soberana supremacía del aire, del patio de atrás de casa, donde nos íbamos todas las siestas a jugar con las hojas de diario viejos.
Aceptábamos solamente la compañía de Bonachulo, perritos de esos que al ser avistados provocan ganas de dar marcha atrás y juntar todas esas cosas que dicen por ahí, ser saludables, como correr, elongar las piernas para que lleguen pronto lo mas lejos que puedan, estirar el empeine y hasta enderezar la condenada espalda... todo por un bicho de aspecto mastodontote, tan pesado y tan viejo como las latas oxidadas que siempre han permanecido desarmándose en ese preciso lugar del fondo del patio, lleno de tierra y cubierto de césped, aún así haciendo presencia.
En esos días, después de comer, escapábamos de los mayores para ir a embadurnarnos de tierra y cavar hoyos para cazar lombrices y hacerlas pedacitos con la gillette, para ver como se movían así de cortaditas. Particularmente tenía debilidad por los bichitos de la humedad, se me hacían “caramelito bandoneón” y baba. Mamá después de su descanso, al ir a echarnos una ojeada, me revisaba la boca, en que a esas alturas encontraba: en lugar de dientes de leche, dientes de barro; o en lugar de gajitos de naranjas, piernitas de algún insecto.
¡Cuánto tiempo preparamos la estrategia!, metódicamente diseñada por una mentalidad tan inocente como ansiosa por ver realizado “ese” sueño de grandeza... Bonachulo ( Bonachón-chulo le puso una vecina), iba a ser el primer perro que surcara los aires de Carlos Spegazzini hecho barrilete! Único espécimen que levantaría vuelo, amarrado de sogas y cintas, obra de perfecta ingeniería, genialidad proyectada, realizada por sabios inventores precoces...
Empezamos llamando a concurso intitulado: “El barrilete perfecto”. Las condiciones eran: - participación por dúos (todos vecinitos de la vuelta de la esquina). – el diseño debía necesariamente ser invención propia y original. y obviamente, - imperativo contar con un medio que solventara el peso de un animal como de cien kilos revoloteando por nuestros vientos pampeanos como plumita de ñandú, che!
Le seguían toda una caprichosa lista de condiciones suplementarias establecidas por cuestiones de preferencias de los organizadores (como nos hacíamos llamar), por ejemplo: predilección por colores rojos, amarillos (de mi agrado) y, violetas (del agrado de mi socio y amiguito).
Recomendábamos usar formas triangulares, creyendo que por tener puntas serían más rápidas; si bien no eliminamos las formas redondeadas o cuadradas, no contaban con nuestra simpatía.
El barrilete debía contar con formas o marcas para las posaderas de Bonachulo, además que sus patas se sostuvieran por algún sistema de correas, muy importante a efectos de evitar riesgos o accidentes nuestro medio para el objetivo: “El Bonachulo, surcador de los aires barrileteros”.
Hubieron muchísimos postulantes, vecinos y hasta chicos de otros barrios. Fue una dura competencia, con tal nivel de compromiso, genio y tecnología que decidimos con Carlitos finalizar el concurso con una exposición de barriletes. ¡Y qué complicado se puso! ¡La vereda de la casa se convirtió en una galería de barrileteretes!
Algunos apoyados en la pared, otros colgaban atados de un piolín, en la reja de la ventana; los más lindos colgaban de los árboles, del lado del frente a la pared de la casa, como a dos metros mas o menos, para que así suspendidos, fuesen apreciados en su totalidad por los curiosos; por el piso dormían los menos agradables o feos, ¡que va!
Chicos correteando por toda esa esquina, con barriletes en las manos, colgados a sus espaldas a modo de baticapa, o mejor dicho, de Bonachucapa! Chicos con barriletes enredados por la cabeza y el cuello, ahogándose. Chicos enmarañados en barriletes, complicándoles el andar... Me acuerdo, ese día Mamá no se movió un instante del patio de casa.
Eso sí: el jurado fue conformado llegado el momento de la elección, al azar del sorteo y a sus integrantes no los he vuelto a ver hasta el día de hoy... La felicidad de ese día fue tal que aún hoy los recuerdo con una sonrisa. El barrilete ganador fue, seguro deliberadamente en pos de haberle dedicado todos nuestros mayores esfuerzos, tres cuartos de materia cerebral. Y la imaginación más delirante. Todo. Todo por ese anhelo.

¡Por algo éramos la cabeza de la batuta! Teníamos planeado el evento desde hacía mucho tiempo atrás, pues era uno de los tantos, más importantes, sueños de infantes que algún día necesariamente se harían realidad.

Desde aquéllos días veníamos estudiando un diseño que fuese versátil y lindo a la vez. Decidimos que tuviera forma de alas pues debía transportar a Bonachulo, y podíamos sostenerlo por su torso de animalejo, con una especie de precintos de seguridad. Para colocar la parte trasera, diseñamos una especie dearnés que forramos en tela y apliques en rojo, verdes y violetas, cuya combinación concluyó en un categórico “slip hawaiano”. Todo este sistema de seguridad se encontraba unido al alado barrilete mediante una esquelética red que traduciría los movimientos del bicho en aleteadas dignas de un cóndor californiano. Y es, por este motivo que decidimos: - Si son alas, el barrilete va partido al medio en ambas partes unidas por el mentado sistema de redes.
Para ofrecer mejor resistencia al aire, las alas tendrán forma triangular. Isósceles; que partiría el cuello de Bonachulo, enanchándose hacia la espalda, llegándole hasta los tobillos y como detalle chanfles curvos por el borde inferior de ambas alas... ¡que pa que seguir contando! Una superbaticapa de lona azul con salpicadas amarillas de pintura y un antifaz de la misma lona salpicada ¡epa! Con naylon transparente de bolsa de residuos pegado con masilla en las aberturas pertinentes a los ojos para proteger los Bonachulojos durante su travesía por el aire.
El único premio fue fama barrial y honores durante el resto de la ceremonia, en la que hubo hasta un cuarto puesto y diez menciones. El final del encuentro, el gran momento añorado, tiempo de lanzar por los aires el primer privado volador había llegado.
Todo el procedimiento se realizó con suma precaución. Amarramos todos los precintos y el slip del barrilete al cuerpo de Bonachulo. Aseguramos el piolín al barrilete, que decidimos usarlo doble vuelta.
Despejamos el baldío del frente de mi casa en un radio de cinco metros para el despegue, rezamos un padrenuestro y cantamos con la mano en el corazón el himno patrio.
La tensión era inevitable; hasta los mayores se acercaron a la calle para el evento: unas tapas de ollas asentían a puro relincho, permiso para maniobrar.
Todo era silencio, el público presente quieto parecía retrato fotográfico sucedido en el tiempo. La sensación era que el tiempo y movimiento sólo involucraban al barrilete, Bonachulo, mi compa y yo.
Tan sólo nos olvidamos un pequeño detalle: algo debía motivar al mastodonte de Bonachulo a correr para que a través de las esqueléticas redes se activara el sistema bla, bla, bla... ¡ ¡ ¡Buuuuaaaaá!!!
- ¡Maldita vaca tonta!: el perro no quiere correr! Sniff, sniff, no quieeere correeer, no cooorre ¿qué hacemos?
Empezamos a tirar palitos al aire, le jugábamos con la pelota, le ofrecíamos caramelos y hasta el carnicero le dió un pedazo de osobuco para incentivarlo... nada surtió efecto.
Entonces lo tironeábamos del piolín, doble vuelta, lo empujábamos para que levantase el ponderado trasero del piso.
Eso si fue caer en picada. Se nos partió el alma a todo el barrio. Horas quizá, ya entrada la noche, la multitud reunida en el baldío del frente de mi casa, esperando un milagro, o, inclusive, algo que se moviese.
Nadie se atrevía a romper el silencio sea cual fuere el motivo, vergüenza o desazón y hoy en mis recuerdos hasta la cara de los mayores era tristeza encarnada.
El negro manto aterciopelado de la dama vespertina se acomodó suavemente acompañada de titilantes esferas en el cielo de su capa... La gente comenzó a retirarse a sus posadas, tal vez para sufrir un poco en privado; quedamos mi compa, unos pocos chicos del barrio y algún vecino tomando fresco en la vereda. Los barriletes del concurso ya no se hacían ver en la vereda, vacía ya, desnuda y triste...
¡Que susto terrible! Estruendoso maullido de un gato histérico de noctambulismo, volaba por el aire como ardilla cazando sapos, perseguido por un bulto tan enorme como el misterio que le permitía romper lazos con al gravedad.
Es difícil describir la sensación: oscuridad, la luna regordeta en el firmamento estrellado, armonía quebrada por un flash oscuro, alargado e irregular cruzándola luna, segundos después una masa grande y amorfa en carácter persecutorio, avistados sólo en la circunferencia en que descansa la luna (como si fuese un agujero en el cielo), y se ensayase una delirante episodio teatral, el resto era todo ruidos, golpes, corridas, maullidos y demás gritos perrunos, ¡un zafarrancho!
Pasmados, los pocos espectadores sólo seguimos mirando hacia arriba cuando cundió el silencio...
Los ruidos cesaron, la luna se quedó sola. Incertidumbre. Instantes después todos oímos un par de ladridos de esos que buscan juego, seguido de un maullido-ronrroneo de cuando los bichos quieren mimos... silencio otra vez... se oyó un trotecito pesadón pero tranquilo. Empezamos a mirarnos entre sí ¿qué sucedía? ¿Ruidos típicos de la noche? O ¿realmm...?
Atónitos, ante un grito, dirigimos la mirada al cielo, la bóveda como nunca sonreía titilante con sus gemas de plata; el calor del verano provocaba hermosas serenatas en los pajaritos, cantaba la chicharra anunciando mas calor, los perros, gatos y gallinas del barrio, se acomodaban en la tierra tibia, o el suave y fresco pasto del baldío a dormitar...Todo era hermoso y más lo fue aún cuando divisamos ante la luz de la luna a Bonachón planeando con su capa y de antifaz (sin piolines barriteriles que lo dirigieran), con el gato muy orondo sentado a sus espaldas, volando como Superman, o Batman, como si el aire les perteneciera, fuese su medio, mientras despertadas por el calor, luciérnagas danzantes los acompañaban en su travesía, hechizadas por el milagro; con su magia intermitente iluminaban perro enmascarado batialadelta y gato a cuestas planeando entre el cielo, la luna y el aire del baldío, aparecían y desaparecían por entre los árboles hasta que se fueron alejando mas y más en el firmamento... quizá se fueron a vivir a la luna... Es curioso, sin embargo no tengo recuerdos posteriores de Bonachón y su Cruzada por la Luna.
Lorena Ackerman (Texto libre)

Cosas de Angeles.

Los ángeles pueden volar porque se toman la vida a la ligera, dijo alguien que no recuerdo ahora...
Ellos son quienes se encargan de mover a las estrellas por los cielos, a veces hasta tienen que apurarlas para regular los ciclos... algunas son distraídas, de las que se dispersan ante el primer cometa fanfarrón. Otros, rechonchas, van lentamente cruzando el firmamento, como si siempre estuvieran haciendo sobremesa. Otras, soñadoras, se enamoran de los hombres y quieren quedarse cerca suyo; o su encantamiento enamoradizo proviene de alguna galaxia cercana y entonces estos alados seres deben corretearlas, tomarlas de sus brazas y encarrilarlas. A veces se mufan y proponen hacer paro. Si, paro de estrellas... ante el dilema: ¿por qué siempre salimos de noche? Es que a veces quieren jugar con los niños, o, marear algún satélite pues, su espíritu travieso, bien se parece al de un infante.
Tres ángeles me cuidan: Bicho, Fede y Cuento. Bicho es azul, serio y muy alto. Fede es como un tímido joven y Cuento es el pequeñuelo travieso, pero responsable.
Emanan halos de luz que abarcan toda la gama cromática ¡cuantas veces mi habitación ha tenido su propio arcoiris!
Cuando un brillante destellito de luz se anuncia en el éter de la habitación en que este, la certeza es que alguno de estos pícaros anda por ahí, cerca. Saludarlos con una sonrisa para ellos basta. Ah! ¿Qué, cómo los distingo? Los destellos tienen su personalidad: los resplandores de Bicho son del tamaño de una moneda, medio azulados y tienden a elevarse antes de desaparecer; los de Fede son muy pequeñitos, brillosos, y cruzan la habitación rápidamente para luego desvanecerse; los de Cuento tienen un aspecto rosáceo y se expanden un poco velozmente antes de esconderse en una especie de guiño cómplice.
Es entonces cuando se van por un incierto rato a sentarse a alguna estrella y observar a la humanidad desde allí, renovando sus energías del silencio cósmico y la virtud de las divas.
Contemplan amaneceres y ocasos embebiendo nubes en rocío matutino, para saciarse la sed con el exquisito néctar, esencia sagrada de la tierra y del hombre.
Reposan sus pies en las corrientes galácticas mientras mantienen charlas con los astros y el resto de los espíritus celestes vagando por el universo.
A veces se cuelan de la cola de un cometa y se van de paseo por el universo, para luego en un par de días, ¡recibir noticias de ellos!.Si hasta una vez los escuché cuchicheando detrás de la heladera sobre los planes del fin de semana para ir a jugar carreras de patín y calesita en los anillos de saturno! O esa vez, en que pensaron ir a jugar a las escondidas en la nebulosa de Andrómeda y con tanto polvo estelar, por poco se pierden si no fuera porque Dios los vió desorientados y los acercó a la tierra, entonces se detuvieron un rato del otro lado de la luna para jugar a la mancha; resultó que a la luna le agarró un ataque de risa porque las alas de los ángeles le hacían cosquillas... Según me contaron Bicho, Fede y Cuento, los seres divinos, detuvieron su juego y colmaron a la luna con mimitos hasta que se durmió con una enorme sonrisa, tan brillante que en la noche terruna los sueños de los mortales fueron mágicos; mientras los ángeles agotados, se montaron de las nubes y viajaron con los vientos para llegar al hogar de la luz de sus ojos, para tenderse cerca y responderles al saludo de las buenas noches con unas caricias en los cachetes y un bostezo silencioso, de ángeles. Y de estrellas.
Lorena Ackerman (Texto libre)

jueves, junio 22, 2006

Princesa

… “Está sola. ¡Pobrecita la princesa!, la abandonamos en el loquero una vez más. La angustia suele invadirme cuando me alejo, mientras ella saluda por la ventana, como si quisiera que regresemos. Estos lugares me hacen sentir el encierro, la desolación, y me pregunto por qué decidimos traerla aquí. Puedo recordar aún algunos momentos de su infancia, cuando todo era diferente, cuando estaba cerca de su familia… ¿qué la haría tomar una decisión así?
Este es un lugar oscuro, triste, demencial, nadie puede soportar permanecer en aquí. No corre el aire, la luz no entra por las ventanas, el silencio reina en la noche y en el día solo los gritos impotentes enturbian el ambiente.
Pobre princesita, abandonarla en este manicomio con esa gente, que no puede ver más allá de sus narices, que no se saluda por las calles, que no se mira a los ojos. Pobre alma la suya, al tener que lidiar todos los días con la insensibilidad de la gente, que no conocen ni a quienes aman, que no se conocen ni a sí mismos.
Allí está. Sola. Lejos. Lejos del lugar que le dio la vida, lejos del lugar que la vio crecer. Sin sus cosas, sin sus recuerdos, sin su vida. Es su exilio. Pero aún más doloroso porque marcharse fue su voluntad. Así lo quiso la princesa.
Si fuera por nosotros, su cuarto nunca se hubiera convertido en un cuarto de huéspedes, y sus cosas nunca se hubieran regalado. Su lugar en la mesa todavía estaría ocupado, y la marca del resto de pasta de dientes en su baño estaría intacta. La escalera que conduce a su cuarto añora sus corridas, su fugacidad. Juntas aprendieron a disimular los crujidos inquietantes de las caídas en las noches de fiesta, o las llegadas a un horario indebido. La escondió cuando la perseguía el miedo y también la vio marcharse un día, para no volver a sentir nunca más sus pequeños piececitos.
Todos sentimos el vacío que dejó. Juan la extraña con locura. Luego de su partida dejó de comer, de jugar. Dormía largas siestas en su cama, imaginando que ella aún lo acariciaba. Su tristeza se esfuma cuando, después de un largo tiempo, ella viene a visitarnos. Poco dura este momento. Apenas se marcha, su ausencia vuelve a invadir el ambiente, y todos comienzan a hundirse en la angustia de extrañarla.
Juan la llora en su ventana, la busca desesperadamente por todos los rincones de la casa tratando de encontrarla.
Su lugar será eternamente este. Pero solo podremos consolarnos con sus vistas esporádicas, sabiendo que la alegría de tenerla en casa es tan real como la angustia que nos provoca que cruce la puerta para volver a partir. Sabremos que ya no es la misma. Su rostro, sus gestos, su olor, su voz. Ya no está aquí. Está lejos. Está sola.

Mirta y Jorge

Alma pueblerina la de mis padres. Quizá la mía también lo sea. No pueden entender que esta es la vida que elegí. Me formaron para aprender a decidir, a elegir las cosas que quería para mi vida.
Nací y crecí en un pueblo. Tranquilo, libre, sin miedos. Un pueblo donde la familia estaba en tu casa, en el colegio, con tus amigos. Donde las puertas de las casa se mantienen abiertas, y la gente es humilde y agradable. Los noticieros nos contaban que el infierno se parecía a la Capital Federal, pero era otra realidad, a la que allí estábamos inmunes.
¿Puede entenderme alguien que no vivió jamás en un lugar así? No. Por esto puedo entenderlos a ellos, que nunca salieron del pueblo, y, en todo caso, cuestionarme a mí misma por elegir esta vida y no la que querían mis padres.
Hoy estoy acá. Mañana, no lo sé. Sólo tengo la certeza que el infierno de esta lugar no me lo contó la tele. Me lo contaron ellos, para quienes el único alivio…será que vuelva.
Princesa
María Lucía Litardo (Autobiografía)

María Gabriela Sánchez Oliva o “Titi”

Merodeaba, curiosa, el lugar del asesinato. Con paso sigiloso y vigilante, observaba cada detalle. Su marido se encontraba junto a ella.
María Gabriela Sánchez, llamada así antes de pretender un doble apellido sumándose el de su marido, era una vieja modelo. Vieja no por su edad, sino por ser una figura pasada de moda, hacia ya tiempo que no modelaba.
Casada con un empresario del petróleo, heredero de una fortuna familiar de gran importancia, Maria Gabriela pudo conseguir mucha fama, mucha más de la que hubiera obtenido con el modelaje.
Cuerpo desgarbado y eterno. Como un galgo, sus largas piernas y rodillas anchas parecían no tener fin. Se encorvaba ligeramente y los huesos de su columna vertebral daban la sensación de un collar de perlas. Al caminar se podía ver que mantenía un rumbo fijo rememorando constantemente los años de pasarela que habían marcado su juventud. Un paso tras otro podíamos ver como nunca bajaba la mirada. Siempre mantenía una actitud de importancia, como si nada pasara a su alrededor, como si fuese una continua sesión de fotos.
Su cabello oscuro de terminaciones onduladas finalizaba en unas pocas mechitas que cruzaban su rostro, como si un viento constante de película las volviera rebeldes. Brillante, sedoso, radiante. María Gabriela vivía para el cuidado de su cuerpo, pero más aun de su cabello. Las suaves terminaciones, el color parejo y uniforme mostraban un cabello prolijo y cuidado.
Los hombres. Ella los enloquecía. No faltaba más que una mirada, un movimiento como buscando algo más, que allí estaban, atentos a todas sus exigencias.
Esquivando su sutil belleza, su mirada conducía al escote de María Gabriela. Siempre pronunciados por alguna prenda ajustada sus pechos florecían sugiriendo mucho para ver. Grandes, pero separados como apuntando a puntos cardinales opuestos, dejaban ver entre ellos un marcado esternón.
María Gabriela usaba ropa cara. En realidad lucia como ropa cara, pero nadie sabia si así lo era, porque cualquier prenda que se posaba en su cuerpo encontraba la manera de lucirse. Suaves sedas, y minuciosas prendas interiores conformaban su cotidiana vestimenta. Maria Gabriela adoraba que se notara la ausencia de grandes prendas íntimas. Contribuía a la imaginación, al jugueteo.
Los dorados y los brillos eran comunes detalles que resaltaban en su vestuario. Los zapatos italianos, ayudantes incondicionales, sumaban a la altura de Maria Gabriela unos 8 cm. Increíbles taco agujas sostenían alrededor de unos 64 kilogramos de una figura esbelta y refinada. Ayudaban en su postura, modelaban su cuerpo.
Le gustaban los brillos, pero más aún el maquillaje. Adornaba su rostro con millones de colores siempre eligiendo una gama determinada que combinase perfectamente con el vestuario del día. María Gabriela no repetía vestuario. Las pesadas sombras sobre sus parpados alegraban sus tristes ojos color café y el labial rojo acentuaba sus carnosos labios, que siempre permanecían húmedos. Nadie entendía como lograba que se convirtieran en un objeto de tanta sensualidad y generadores de actos de locura.
Pero lo más bello que tenía María Gabriela era su piel. Tersa y suave. Sensible. Limpia. Plenamente virgen, como si nunca se hubiera afrontado con trabajo alguno. Rosas, violetas, sándalo. Así solía oler. Siempre con una fragancia de alguna crema importada. María Gabriela no escatimaba en las cosas que la hacían sentir bien, que la hacían ver bien.
¿Podía haber alguien más bonito que ella? María Gabriela no lo creía. Su marido, sí.
Merodeaba curiosa el lugar del asesinato. Con paso sigiloso y vigilante, observaba cada detalle. Su marido se encontraba junto a ella. Era el principal sospechoso de la muerte de aquella hermosa mujer que reposaba en el suelo de su casa.
Ella lo quería así. Ser la más linda. La única. Para todos.
(Actualmente, su marido se encuentra exiliado del país. María Gabriela no pudo soportar la carga de una muerte y se suicido).
María Lucía Litardo (Retrato)

miércoles, junio 21, 2006

Conciencia del mundo

Cuando se pierde la conciencia del mundo y la autocomplacencia toma lugar de forma frívola y orgullosa, llega 1980, una década donde el "fastfood" se asume como indicador de desarrollo social y estilo de vida para miles de individuos perdidos en tratar de asimilar, sin resultado, su entorno socio-económico. Justamente entonces nací yo, Claudio.
Quién iba a imaginar, que en esa década iba a aparecer una cajita llamada Nintendo, una versión más avanzada de su antecesor Atari. También los McNuggets, haciendo de McDonald´s la reina de las cadenas internacionales de hamburguesas.
Luego, el hombre por alguna extraña razón, decidió olvidarse de sí mismo, envolviéndose en el hedonismo, un escudo mental universal; y trató de hacer curar las heridas de años de guerra y muerte. Esto quizá, sirvió para lograr un avance tecnológico que vino a repercutir en la vida de los habitantes de la Tierra, 10 años después.
Al estudiar en la primaria, yo pensaba que todas las escuelas eran iguales y que todos los niños rezaban antes de entrar a los salones, pero no; fui a dar a un colegio católico donde nada interesante pasaba. Yo vivía a 2 cuadras de ahí, por lo tanto, durante muchos años, mi vida transcurrió en un área de menos de 1 Km.
Soy el mayor de tres hijos, siendo el mayor se tienen muchas ventajas; y el mayor hasta en estatura, llego casi al metro noventa, y siempre sobresalí de entre mis compañeros de escuela.
Pronto para mis 13 años, en primero de secundaria, la idea de dedicarle mi vida a la producción de arte secuencial llenó mi cabeza. Los 5 años de secundaria, los dediqué a dibujar y dibujar; ahora veo esos trabajos y me da mucha risa el haberme sentido orgulloso de ellos. En esos años de prepubertad conocí a Luciano Garrido y Martín Ditomaso, pero no fue hasta años después que nos reunimos para trabajar. En ese entonces era yo un fan de los "X-Men" y llenaba libretas con dibujos de esos monos; pero pronto, todo eso acabaría cuando entrase a la facultad.
Con la idea de convertirme en un diseñador profesional y expandir mis capacidades, decidí entrar a la UBA y me especialicé en Diseño Gráfico. El realismo fue para mí una meta y traté de aplicarme según las estipulaciones de la facu; esto, para mi pequeña mente, ponía a los comics como un arte menor, por lo que los dejé por un tiempo.
Se me ocurrió estudiar Diseño Gráfico para complementar mis conocimientos artísticos y comunicativos y allí me interesé por aprender las técnicas digitales que ahora son parte importante de mi trabajo, sin dejar atrás las técnicas tradicionales. Y aquí estoy cursando mis últimas materias de la carrera, trabajando en lo que me gusta y apostando al crecimiento, ya sea laboral, como sentimental. Estoy muy enamorado de mi futura mujer y madre de mis hijos, este año espero lograr mis metas, voy por un buen camino, espero ver más a futuro, pero ser feliz con Laura, mi novia, es la meta continua y el amor es el medio.
Muchas otras cosas vendrán con seguridad para este 2006. Entre ellas espero lo más importante, formar mi familia y un hogar.
Claudio Javier Grillo (Autobiografía)

Hundida

Hundida en el dolor de la soledad, contempló cómo sus hijas respiraban su misma pena.
Despojada de la risa cayó presa de los recuerdos que le arrebataron las ganas de vivir. Se sentó vencida cubierta en su velo color tristeza y a su lado sobre su falda arropó a sus niñas que poco entendían lo que acontecía. Una en cada pierna las acomodó son vacilar. Tres rostros, miradas que dicen nada y dicen todo. Una noche inmóvil, más cerca del suicidio que de resucitar.
Lucía tuvo a sus hijas a su lado, jamás coincidieron sus miradas, ni siquiera por error. Sus ojos en la nada profunda, en un vacío desterrador. Las pequeñas desconcertadas permanecían calladas, casi como si embalsamadas de incertidumbre no supiesen que hacer.
La escena es triste, es poco alentadora. El colorido de sus trabajados atuendos poco teñía que ver con la tormenta que se había instalado en sus almas.
Desconsolada permaneció inerte, cual estatua, sin correrse de esa nada que la visitaba; que la hipnotizaba como si no existiese otra dirección posible para sus vencidos ojos.
No pudo observarse ni sus manos, ni sus pies, ni siquiera su misterioso cabello que permaneció esclavo del velo que supo esconderlo decidido.
Quietas como en un cuadro, más frías que el invierno, se entregaron a la oscuridad del cuarto para unirse en el infierno del abandono.Un contraste notable: un rostro paralizado, perdido, inmóvil, inalterable; su falda, regalaba incontables pliegues alterados, que se sucedían en infinitas y diversas direcciones, desde lo que podía deducirse como su estómago hasta sus ocultos pies.
Mercedes Ruggero (Descripción)

Muñeca

No es un cuerpo normal. Luce como si hubiese sobrevivido no a una guerra sino a más de seis. No tiene cabeza, y lo poco que queda del resto de sus extremidades cuelga indeciso. Sus brazos, prontos a caer. Es una muñeca muy antigua. Deteriorada, abandonada y sucia. Despojada de gestos, de facciones, inerte. Inexpresiva.
Acéfala, permanece sentada sobre una mesa. Erguida. En su cintura restos de lo que pudo ser su vestido. Ahora, tules deshechos, inmóviles, abandonados, corroídos por el tiempo.
En sus pies mediecitas, oscurecidas de tierra de ayer.
Escombros!, piel de escombros!.Un color que respira muerte. Torso petrificado, vacío, duro.
No despierta, no respira.
Sentada sobre un lienzo, fucsia enfurecido, con vida, reposa la muerta muñeca.
Por el hueco de su cuello le huyó el alma de su cuerpo; la abandonó, la entregó a la nada, al vacío total. Su piel está hecha trizas. Se despinta de un soplido. Su débil piernita amaga a abandonarla para convertirla definitivamente en un horrible monstruo.

Mercedes Ruggiero (Descripción)