El puestito era pequeño, un techo de madera oscura marcaba el límite de altura. La reja que ahora servía de puerta, había pertenecido, alguna vez, al alambrado de una plaza. Los remaches excedían su vida útil y ya estaban en sus últimas.
Allá por el año sesenta o setenta, Enrique tenía un amigo que acababa de heredar un dinero y se lo había pedido prestado. Llegar fue cosa difícil, pero sumando al monto los ahorritos de la tía Tulia, Enrique se había acercado a la suma que aparecía escrita en el cartelito de venta y consiguió comprarlo y ponerlo en marcha. Con mucho esfuerzo, la cosa fue mejorando, y los clientes visitaban el puestito frecuentemente, aunque siempre eran los mismos. Se vendían todo tipo de objetos y chatarras, pero no por mucho dinero.
Enrique trabajaba allí, y era el jefe. Con una barriga bien asentada, de barba blanca, portaba siempre un jardinero un poco descosido. Un bastón robusto, lo ayudaba a corregir su caminata oblicua. Su actitud era bastante imponente, no solía tratar mal a sus clientes, pero no toleraba que lo tomaran por ignorante, aunque así lo fuera. Su labor consistía en la compra-venta de metales. Primero los conseguía a bajo precio y luego eran revendidos a otros, para ser fundidos y reutilizados.
-¡Vamos!. ¿Cómo que treinta pesos, esto es bronce en serio?. Usted está loco. Yo le estoy vendiendo material de primerísima calidad. Esta manija perteneció a las puertas del barrio de Boedo. No, no, no, por treinta ni mamado señor, piénselo bien –se produjo una pausa, que había practicado desde siempre-. Setenta y cerramos –retomó Enrique-
-Y no sé, me parece mucho–se lamentaba el comprador, mientras miraba un tanto desconcertado, con cara de inocente-.
-Bueno como usted quiera, pero por esa plata ni lo piense.
-Bueno, me lo llevo, esta bien. Arreglamos en setenta –concluía el comprador, creyendo que era un ganga-.
La compra-venta, era algo difícil. El arte consistía en los gestos, qué músculos de la cara mover y en qué momento hacerlo, para que pareciera natural. Pero era un teatro, una actuación para hacerlos entrar en una nube confusa y que cayeran en la duda. Logrado esto, y si la cosa marchaba bien, era solo cuestión de azar y suerte. El comprador podía aceptar la oferta o desistir de ella. Tal era así, que esos últimos meses no habían sido fáciles, y el puestito había comenzado a decaer en picada.
-Las cosas no están marchando bien Pepe. –le contaba desconcertado a un vecino del puesto, que se dedicaba a la venta de bañaderas-. Esta faltando buen metal. Y la gente ya no confía mucho en la feria. Me cuesta un montón vender esta mercadería.
-No te alarmes Enrique, ya viste que las cosas son así acá. Todos vienen a la feria para comprar por dos mangos. Vienen con poco billete en el bolsillo. Acá hay que pensar en grande, un buen negocio y ponerse un localcito con vista a la calle. No queda otra. –exclamaba Pepe, con una voz un tanto ronca y enojada-.
-Y si, pero ¿Qué le vamos a hacer? No se puede salir de esta mugre Pepe, somos como esclavos.
-M´hijo, acá hay que planear algo. Algo grande. Algo que nos saque del pozo.
-No me hagas reír, Pepe. Que cosa grande ni que ocho cuartos. Estamos condenados a vivir así.
-¡Pero vamos! Que yo te estoy hablando en serio. Cuestión de abrir el mate y ponerse a pensar en una buena pegada. Enrique, me voy que tengo un cliente en la puerta.
Enrique permanecía inmóvil. Aquellas palabras marcaban un antes y un después, eran decisivas. Los engranajes en su cabeza empezaban a girar en otro sentido. Las ideas comenzaban a acomodarse, y eso no pasaba seguido. Un deseo de resentimiento y bronca comenzaba a flotar, como una boya en agua salada. La mirada ahora se perdía en la nada, como si su cerebro hubiera dejado de atender las motricidades del cuerpo, para brindarle un rendimiento exclusivo a aquella idea sin estrenar.Llegada la noche, hundía su cuerpo entero en aquella cama. La contraforma formada en ese colchón era notable, resultado de unos ciento y pico de kilos postrados tantas noches seguidas. Pero Enrique no pegaba un ojo. Parecía como si aquella charla hubiera tomado el control de su persona, y, ahora, sus párpados preferían mantenerse abiertos.
Pasado el insomnio, Enrique estaba, una vez más, en el puestito sacándole brillo a los metales con el trapo de turno.
-Pepe, después pasate por el puestito, que quiero hablar con vos –fueron las primeras palabras que salían de la boca de Enrique ese día-.
-Bueno, termino con esto y voy –contestaba el otro, sin desviar los ojos de su tarea-.
Pasados unos minutos, Pepe ya entraba por la puerta y esperaba, con ansias de hacer breve la charla.
-Pepe, lo pensé bien y me decidí viejo. Me la voy a afanar.
-¿De qué me estas hablando, Enrique?
-La estatua que está allá en el Bulevar Oroño. Me la quiero llevar. Es bronce puro. Un dineral, ¿Entendés?
-Vos estas loco Enrique. ¿Qué estas diciendo? Te van a agarrar. Estás mamado hermano.
-Estoy podrido de la feria, me quiero pegar el palo. ¿Estás conmigo?
-Enrique, lo que estas diciendo es una locura. No tiene sentido, nos va salir mal.
-Ya lo planeé todo Pepe, le atamos unas cadenas. Las amarramos a la chata y salimos rajando. Va a salir todo bien. Avisale a tus pibes y vamos.
-No sé, macho. Hace mucho que no estoy en esa. Sabés que la última vez por un pelo sale todo mal.
-Pero esto es diferente Pepe. No pasa nadie por la placita esa, es una boca de lobo. Es bronce puro. El otro día le eché el ojo y es maciza. Es un ladrillo de guita, papá. La fundimos y hacemos un billetón.
-Dejámelo pensar un poco. A las nueve te paso a buscar por tu casa, pero si no llego no me esperes.
-Está bien Pepe, pero no me arrugués. Va a salir todo bien, es un diez, no hay pérdida.
-No sé. Estas cosas no son tan fáciles. Me voy para el puestacho.
Y cada tanto les pasaba pensar en este tipo de cosas. Eran bastantes los golpes que llevaban encima. La catástrofe tocaba sus puertas repentinamente y algún día explotaban. Podía salirles bien o mal, pero a fin de cuentas era el mismo azar que vivíanen el día a día.
Las agujas del reloj, que pesaba sobre el living desolado, ya estaban en la posición correcta. Enrique estaba preparado, con su bolso de cuero gastado y los guantes puestos. La cábala era esperar sentado y con las piernas cruzadas, en la banqueta del patio. La cantidad de parpadeos por minuto había disminuido bastante. La quietud y ansiedad eran próximas a las de una fiera aguardando para atacar inesperadamente. De repente, la chicharra del timbre alertaba, al pobre hombre, sobre la pronta salida. Con la frente bien alta, Enrique apoyaba cada paso con seguridad, sobre esos azulejos lustrados del pasillo de salida.
El encuentro con aquellas caras, le causaba cierta felicidad.
-¿Cómo va muchachos? Vamos por Pavón, que es mas seguro –soltó al aire, poniendo uno de sus pies sobre el interior de la camioneta-.
El viaje fue tranquilo, y casi no había diálogo entre ellos.
-Es acá, es acá. Estacionate ahí, atrás del auto azul y dejalo en marcha. Yo te chiflo y arrancá al mangazo –le ordenaba uno de los más experimentados en este tipo de asuntos-.
Tomaron las cadenas para envolver a aquel prócer congelado. Los eslabones chocaban entre sí, produciendo un tintineo agradable. Ya estaban hechos los ajustes necesarios para emprender la huida. Las cubiertas empezaron a girar sin moverse del lugar, por el acelere excesivo. El aire olía a goma quemada, un humo tóxico del raspado con el asfalto irregular. La fuerte lucha entre los cilindros de aquel motor exigido, y la solidez de la estatua empotrada en el mármol. Ahora, el vehículo se alejaba a toda marcha, por la calle del bulevar. Reinaba en aquel habitáculo un silencio indescriptible. Pero de repente, Enrique quebró aquel clima sepulcral:
-Moco de pavo. Fácil ¿Viste? Acá, en este barrio, no hay un alma Pepe. ¡Te dije!. –se jactaba Enrique, con cierto aire de superioridad-.
Allá por el año sesenta o setenta, Enrique tenía un amigo que acababa de heredar un dinero y se lo había pedido prestado. Llegar fue cosa difícil, pero sumando al monto los ahorritos de la tía Tulia, Enrique se había acercado a la suma que aparecía escrita en el cartelito de venta y consiguió comprarlo y ponerlo en marcha. Con mucho esfuerzo, la cosa fue mejorando, y los clientes visitaban el puestito frecuentemente, aunque siempre eran los mismos. Se vendían todo tipo de objetos y chatarras, pero no por mucho dinero.
Enrique trabajaba allí, y era el jefe. Con una barriga bien asentada, de barba blanca, portaba siempre un jardinero un poco descosido. Un bastón robusto, lo ayudaba a corregir su caminata oblicua. Su actitud era bastante imponente, no solía tratar mal a sus clientes, pero no toleraba que lo tomaran por ignorante, aunque así lo fuera. Su labor consistía en la compra-venta de metales. Primero los conseguía a bajo precio y luego eran revendidos a otros, para ser fundidos y reutilizados.
-¡Vamos!. ¿Cómo que treinta pesos, esto es bronce en serio?. Usted está loco. Yo le estoy vendiendo material de primerísima calidad. Esta manija perteneció a las puertas del barrio de Boedo. No, no, no, por treinta ni mamado señor, piénselo bien –se produjo una pausa, que había practicado desde siempre-. Setenta y cerramos –retomó Enrique-
-Y no sé, me parece mucho–se lamentaba el comprador, mientras miraba un tanto desconcertado, con cara de inocente-.
-Bueno como usted quiera, pero por esa plata ni lo piense.
-Bueno, me lo llevo, esta bien. Arreglamos en setenta –concluía el comprador, creyendo que era un ganga-.
La compra-venta, era algo difícil. El arte consistía en los gestos, qué músculos de la cara mover y en qué momento hacerlo, para que pareciera natural. Pero era un teatro, una actuación para hacerlos entrar en una nube confusa y que cayeran en la duda. Logrado esto, y si la cosa marchaba bien, era solo cuestión de azar y suerte. El comprador podía aceptar la oferta o desistir de ella. Tal era así, que esos últimos meses no habían sido fáciles, y el puestito había comenzado a decaer en picada.
-Las cosas no están marchando bien Pepe. –le contaba desconcertado a un vecino del puesto, que se dedicaba a la venta de bañaderas-. Esta faltando buen metal. Y la gente ya no confía mucho en la feria. Me cuesta un montón vender esta mercadería.
-No te alarmes Enrique, ya viste que las cosas son así acá. Todos vienen a la feria para comprar por dos mangos. Vienen con poco billete en el bolsillo. Acá hay que pensar en grande, un buen negocio y ponerse un localcito con vista a la calle. No queda otra. –exclamaba Pepe, con una voz un tanto ronca y enojada-.
-Y si, pero ¿Qué le vamos a hacer? No se puede salir de esta mugre Pepe, somos como esclavos.
-M´hijo, acá hay que planear algo. Algo grande. Algo que nos saque del pozo.
-No me hagas reír, Pepe. Que cosa grande ni que ocho cuartos. Estamos condenados a vivir así.
-¡Pero vamos! Que yo te estoy hablando en serio. Cuestión de abrir el mate y ponerse a pensar en una buena pegada. Enrique, me voy que tengo un cliente en la puerta.
Enrique permanecía inmóvil. Aquellas palabras marcaban un antes y un después, eran decisivas. Los engranajes en su cabeza empezaban a girar en otro sentido. Las ideas comenzaban a acomodarse, y eso no pasaba seguido. Un deseo de resentimiento y bronca comenzaba a flotar, como una boya en agua salada. La mirada ahora se perdía en la nada, como si su cerebro hubiera dejado de atender las motricidades del cuerpo, para brindarle un rendimiento exclusivo a aquella idea sin estrenar.Llegada la noche, hundía su cuerpo entero en aquella cama. La contraforma formada en ese colchón era notable, resultado de unos ciento y pico de kilos postrados tantas noches seguidas. Pero Enrique no pegaba un ojo. Parecía como si aquella charla hubiera tomado el control de su persona, y, ahora, sus párpados preferían mantenerse abiertos.
Pasado el insomnio, Enrique estaba, una vez más, en el puestito sacándole brillo a los metales con el trapo de turno.
-Pepe, después pasate por el puestito, que quiero hablar con vos –fueron las primeras palabras que salían de la boca de Enrique ese día-.
-Bueno, termino con esto y voy –contestaba el otro, sin desviar los ojos de su tarea-.
Pasados unos minutos, Pepe ya entraba por la puerta y esperaba, con ansias de hacer breve la charla.
-Pepe, lo pensé bien y me decidí viejo. Me la voy a afanar.
-¿De qué me estas hablando, Enrique?
-La estatua que está allá en el Bulevar Oroño. Me la quiero llevar. Es bronce puro. Un dineral, ¿Entendés?
-Vos estas loco Enrique. ¿Qué estas diciendo? Te van a agarrar. Estás mamado hermano.
-Estoy podrido de la feria, me quiero pegar el palo. ¿Estás conmigo?
-Enrique, lo que estas diciendo es una locura. No tiene sentido, nos va salir mal.
-Ya lo planeé todo Pepe, le atamos unas cadenas. Las amarramos a la chata y salimos rajando. Va a salir todo bien. Avisale a tus pibes y vamos.
-No sé, macho. Hace mucho que no estoy en esa. Sabés que la última vez por un pelo sale todo mal.
-Pero esto es diferente Pepe. No pasa nadie por la placita esa, es una boca de lobo. Es bronce puro. El otro día le eché el ojo y es maciza. Es un ladrillo de guita, papá. La fundimos y hacemos un billetón.
-Dejámelo pensar un poco. A las nueve te paso a buscar por tu casa, pero si no llego no me esperes.
-Está bien Pepe, pero no me arrugués. Va a salir todo bien, es un diez, no hay pérdida.
-No sé. Estas cosas no son tan fáciles. Me voy para el puestacho.
Y cada tanto les pasaba pensar en este tipo de cosas. Eran bastantes los golpes que llevaban encima. La catástrofe tocaba sus puertas repentinamente y algún día explotaban. Podía salirles bien o mal, pero a fin de cuentas era el mismo azar que vivíanen el día a día.
Las agujas del reloj, que pesaba sobre el living desolado, ya estaban en la posición correcta. Enrique estaba preparado, con su bolso de cuero gastado y los guantes puestos. La cábala era esperar sentado y con las piernas cruzadas, en la banqueta del patio. La cantidad de parpadeos por minuto había disminuido bastante. La quietud y ansiedad eran próximas a las de una fiera aguardando para atacar inesperadamente. De repente, la chicharra del timbre alertaba, al pobre hombre, sobre la pronta salida. Con la frente bien alta, Enrique apoyaba cada paso con seguridad, sobre esos azulejos lustrados del pasillo de salida.
El encuentro con aquellas caras, le causaba cierta felicidad.
-¿Cómo va muchachos? Vamos por Pavón, que es mas seguro –soltó al aire, poniendo uno de sus pies sobre el interior de la camioneta-.
El viaje fue tranquilo, y casi no había diálogo entre ellos.
-Es acá, es acá. Estacionate ahí, atrás del auto azul y dejalo en marcha. Yo te chiflo y arrancá al mangazo –le ordenaba uno de los más experimentados en este tipo de asuntos-.
Tomaron las cadenas para envolver a aquel prócer congelado. Los eslabones chocaban entre sí, produciendo un tintineo agradable. Ya estaban hechos los ajustes necesarios para emprender la huida. Las cubiertas empezaron a girar sin moverse del lugar, por el acelere excesivo. El aire olía a goma quemada, un humo tóxico del raspado con el asfalto irregular. La fuerte lucha entre los cilindros de aquel motor exigido, y la solidez de la estatua empotrada en el mármol. Ahora, el vehículo se alejaba a toda marcha, por la calle del bulevar. Reinaba en aquel habitáculo un silencio indescriptible. Pero de repente, Enrique quebró aquel clima sepulcral:
-Moco de pavo. Fácil ¿Viste? Acá, en este barrio, no hay un alma Pepe. ¡Te dije!. –se jactaba Enrique, con cierto aire de superioridad-.
Juan Ignacio Sandoval (Ficcionalización)
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