lunes, julio 31, 2006

Autobiografía

Hoy soy quien soy gracias a mi pasado, a aquellos años que han transcurrido puliendo lo que soy. Es difícil remontarse a alguna situación significativa de mi vida que pudiera explicarme, incluso esta no será fidedigna dado que mi memoria recorta algunos detalles quedándose con otros. Me basaré entonces en aquellos que creo más importantes. Los tiempos de mi infancia, fueron realmente influyentes, y también conformaron las hojas doradas de mi propia historia.
Físicamente, me encontraba todos los días a menos de 2 metros de distancia de aquella bandera que se izaba (palabra que no uso desde entonces) por las mañanas, en aquel patio verde oscuro que pertenecía a mi colegio. Algún alumno distinguido era elegido al azar, entre un grupo selecto de alto promedio escolar. Era éste el afortunado que llevaba a cabo el show matutino. Tan solo 2 metros era lo que me separaba de ella, pero yo ocupaba la posición primera de la fila por mi baja estatura (cualidad que todavía conservo si se me mide o se me mira comparativamente). Pero, a pesar de la cercanía, no podría desdoblarla y acariciarla suavemente mientras se elevara hacia arriba.
De reputación desfavorable para las autoridades escolares, pero totalmente avalado por mis compañeritos de grado, llenos de maldad y hormonas excitadas, la mayor parte de mi tiempo la pasaba ideando planes perfectos para generar novedosas travesuras.
Con solo mirarnos nos entendíamos, como si viajara un mensaje a través de los ojos y fuera recibido por la retina del otro, como una especie de telepatía practicada incansablemente y surgida de la misma experiencia. Esto me pasaba con mi amigo Martín, que más que un amigo era un cómplice. Si hubiese sido lo contrario, hoy nos estaríamos riendo de las viejas anécdotas; pero esto no sucedió, ya no quedan rastros de él, solo queda el recuerdo de aquellas épocas..
Fue en uno de esos momentos “hueco”, luego del almuerzo y antes de la primera hora de la tarde, deambulando por los pasillos, nos chocamos con el viejo y pesado armatoste, cerrado con llave, que tragaba en su penumbra borradores y tizas inaccesibles. Era el placard de lata. Y fue ahí cuando divisamos el objetivo, allí puestos sobre el frío del metal. Ahí estaban todos ellos, con diferentes alturas y prolijidades. Eran los objetitos souvenir que los chiquitines del primer grado, recientemente, habrían fabricado y se encontraban secándose de la pegatina en exceso. Aquellos que harían derramar las primeras lágrimas de los papis, sorprendidos por lo bien que habrían acertado, al mandarlos al colegio privado. Al menos hubieran sido necesarias más de 20 cajas grandes para fabricar todo eso, o tal vez un poco más, pero eso no importaba, todo lo que fuera “cuentas” estaba asociado a las clases y no a lo que estábamos pensando. Tal vez haya sido la terrible cantidad de fósforos, o la mínima proximidad entre cada uno de ellos lo que nos haya llevado a hacerlo.
Ahora se jugaba un gran enfrentamiento, cara a cara, por un lado el deseo por cometer la fechoría y por el otro el peligro de ser sancionados. Pero la tentación por el artificio era demasiado robusta como para dejarse ganar. Y así fue como la curiosidad y el vandalismo ganaron esta vez. Nos brillaban los ojitos con la ilusión de que tal acto nos llevaría a la cima de los peores de la institución; nos dispusimos a planear, organizar y armar la escena hasta quedar completamente seguros de que no fallaría nada. Aquí y una vez más se despertó y vio la luz, el encendedor de turno que dormía en mi bolsillo con medio tanque lleno. Escupiendo su gas inflamable al pulsar su tecla y seguido de la chispa, lanzaba su llamarada para dar comienzo al festín lumínico. Con solo tocar con la llama la primer manualidad infantil de la escena, se produciría el efecto dominó que esperábamos. Uno a uno se fueron encendiendo y contagiando las cabecitas rojizas, deleitándonos con un espectáculo que nunca jamás podríamos volver a presenciar. La sonrisa en la cara de Martín debía ser un espejo de la mía, una sonrisa que hoy me asusta, resultante de algo divertido y perverso.Es tan solo un recuerdo, pero esta vivencia es la que todavía reposa con exactitud en mi cabeza, tal vez sea por su originalidad, o por el orgullo de contarlo o, simplemente, porque es algo que hice que no volvería a repetir. Creo que en él, puedo autodefinirme, no era solo cuestión de realizar un acto prohibido, sino de hacer algo que creíamos original, ideado, pre-pensado, elegir una travesura que fuera realmente nueva para sumar a la extensa lista. Incluso pienso, que hoy, en mis días corrientes, busco el mismo objetivo en la vida: la esencia de algo nuevo. Es lo que me mantiene vivo, es lo que completa mi ser. Esta es la razón por la que hablé de esto y no de otro recuerdo, o -quien dice- si no estoy buscando la excusa perfecta para no escribir acerca de algún otro. Si hay algo que me angustia en este mundo, desde que tengo uso de la razón, ha sido siempre lo banal, lo trillado, lo mundano, los lugares comunes en los que temo caer. Por eso me hubiese odiado si mi relato hablara de mis primeros pasos, o de cuáles fueron mis primeras vocales pronunciadas, o las primeras zapatillitas de talle miniatura. Miles de letras (4.309 hasta aquí, incluyendo este paréntesis) forman cientos de palabras, esto es lo que veo en esta hoja cuando me alejo a una distancia lo suficiente como para no distinguirlas. Es aquí cuando las veo como fósforos, próximas entre si, una junto a la otra, pegadas, formando una gran mecha. Revivo mi deseo pirotécnico, quiero hacerlo pero no, no puedo, no puedo pensar que vaya a suceder como espero que suceda, no va a funcionar. Voy a conformarme con pintarlas de rojo, como las antiguas cabecillas de fósforo.
Juan Ignacio Sandoval

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