Miraba el techo recostado sobre su cama, a oscuras, como todos los días. Tal vez meditando, persiguiendo fantasmas o hilando conjeturas. Ya nada cambiaría y no había nada más por descubrir. La psiquis humana es traicionera y demasiado fino es el límite entre la cordura y la locura.
Hace algunos años, "el duro" (así lo llamaban) hizo (o no hizo) un descubrimiento perturbador. Perturbador no tanto por el descubrimiento (estaba acostumbrado a ellos) sino, por las turbulentas idas y venidas de los acontecimientos. Nada fue igual desde aquel día. Ese hecho fue sin duda el fin de su carrera. Demasiados misterios sin resolver, conjeturas e hipótesis inconclusas que lo llevaron hasta las mismas puertas del infierno. Este suceso lo llevó irremediablemente a la ruina. Desde hacia tiempo que su cabeza no funcionaba como de costumbre, años de durísimo trabajo habían dejado, por fin, secuelas, pero nunca tanto como desde aquel día.
Cuando Alfonso Rojas ("el duro") era todavía detective en jefe de la 4º, un caso le perturbó el sueño (recordemos que le apodaban "el duro" por la capacidad que supo tener en otras épocas para mantenerse inmutable ante las situaciones más escabrosas). El cabo Juárez le informó del caso: "una joven de entre 25 y 30 años fue presuntamente asesinada de cinco puñaladas que, desde el esternón al ombligo, forman una perfecta línea recta". "¿Dónde?", preguntó el detective, "en un pub de Medrano al 500", respondió Juárez. "¿Cuándo?", volvió a preguntar Alfonso, "ayer poco antes de la medianoche". Luego le describió vagamente el lugar y le presentó sus conjeturas, casi incoherentes, del suceder de las cosas. "Novato", pensó, y le autorizó a retirarse. Eran entonces las 5.20 AM.
Hombre incrédulo por naturaleza (o por profesión) Alfonso no creyó demasiado en su incauto empleado y decidió armar sus propias interrogantes: ¿un crimen violento pero con las heridas en línea recta?, ¿cinco puñaladas o un arma de cinco puntas?, un crimen que necesita cierto tiempo para ser ejecutado, ¿podría ser realizado en un lugar lleno de gente? Listo, había despertado su curiosidad. Se involucró instantáneamente. "Lo bueno de ser jefe es que puedo elegir los casos más atractivos", pensó en voz alta sin darse cuenta lo que aquel crimen significaría en su vida. Repetía la frase cada mañana, casi para ahuyentar el tedio y la monotonía de un trabajo ya más de oficina que de campo.
Se dirigió luego a investigar. Fue, primero, a la escena del crimen para cruzar algunas palabras con los testigos y oficiales que aún se encontraran allí. Tenía la teoría de que los muertos esperan y los vivos desesperan, por eso dejaba la morgue para el final. El lugar era, por demás, extrañísimo. Desde afuera tenía el aspecto de un garage abandonado. Un portón de madera con, al menos, las últimas tres capas de pintura a la vista. Estaba tan descascarado que ya no se distinguía cual había sido la última. Adentro era simplemente blanco. Un enceguecedor cuarto blanco, blanquísimo. No tenía sillas, ni mesas, ni ventanas, sólo un largo mostrados con botellas de diversos jugos naturales (nada con contenido alcohólico) que oficiaba de barra y millones de pequeños almohadones, de color, obviamente, en consonancia con el resto del lugar. Acostumbrado a los crímenes en lugares oscuros y solitarios, Alfonso estaba tan aturdido que casi no vio la gigantesca mancha de sangre en medio del salón. No encontró nada más, ni armas de cinco puntas, ni cuchillos, ni nadie demasiado informado. Terminó sus apuntes y fotografías, y se dirigió a la morgue. Alta, delgada y tan angelical como una niña dormida, la muchacha era puro contraste: cabello rubio y piel morena, uñas pintadas de blanco y ojos de negro, dientes grandes y labios finos, poco busto y mucha cadera. Toda discordancia excepto su ropa: vestido, zapatos e interiores blancos. Por otro parte, la muchacha tenía un tatuaje en su muslo izquierdo, una "S" o tal vez un "5".
De regreso en su oficina se dispuso a estudiar las fotos y notas que había tomado del caso. En eso estaba cuando su imaginación se disparó hacia la muchacha y su vida. "Esa noche se dirigió a su secta o culto (eso explicaría el lugar y la ropa). Sabía que esa noche le tocaba ser parte, o mejor dicho protagonista, de un sacrificio humano voluntario y silencioso (por eso los vecinos no oyeron gritos). Su tatuaje la identificaba como parte del clan y su vida hasta ese momento no había sido extraña, exceptuando su pertenencia a ese culto (eso explicaría la falta de señales de abuso en su cuerpo)". Así como esta, una a una, todas sus hipótesis fueron refutadas, acercándolo más y más al abismo; ya no podía manejar tantas incertidumbres. Vecinos del lugar o de ella, amigos de la víctima, asiduos visitantes del pub y hasta sus propios momentos de lucidez lo obligaban a reformular sus teorías o abandonarlas completamente a fin de plantear algunas nuevas, cada vez más descabelladas y oscuras. Éstas iban desde un crimen pasional, donde el tatuaje era la inicial de su amado (Santiago, Santino, Sandro...), descartada cuando recordó la frialdad con que fueron realizadas sus mortales heridas. "Ningún amante desesperado puede matar con tanta precisión", hasta algo relacionado a abducciones de extraterrestres. Su mente desvariaba cada vez más.
Tiempo después, había averiguado pocas cosas como para esclarecer el caso, pero mucho más de las que su delicada psiquis podía soportar. "La muchacha" se convirtió rápidamente en Ángeles Fonias, cuando fue reconocida por un familiar. Este hecho no hizo más que inventar, en la mente de Alfonso, paralelismos disparatados entre el color blanco y el nombre de la víctima. En otra ocasión advirtió, gracias a un detallado informe virtual provisto por el Google que esa clase de pubs son una nueva moda porteña; lugares completamente blancos, donde no sirven alcohol, la música es casi funcional y la gente se reúne a redescubrir un arte perdido: la conversación cara a cara. Todas sus conjeturas irreales acerca de sectas ocultas se desvanecieron, se sentía cada vez más perdido. También respondió al interrogante del tatuaje: "S" era la inicial del hermano de Ángeles, muerto cuando niño por una infortunada hemorragia producto de una herida en el fémur.
Estas pocas respuestas no fueron suficientes para aplacar la sed detectivesca de Alfonso; ya desvariando, no podía concentrarse en nada más que en la víctima de tan meticuloso asesinato. ¿Quién?, ¿cómo?, ¿por qué?... no tardó en desesperarse, abandonó todo y comenzó a aborrecer la luz del día. Su decadente estado fue tan evidente que lo separaron del caso. Enloqueció, más aún cuando el caso fue cerrado por falta de pruebas. Ya no quiso ver el sol ni hablar con nadie. Así lo encontraron, muerto, sólo y aún con claros rasgos de alguien trastornado. Miraba el techo recostado sobre su cama, a oscuras, como todos los días. Tal vez meditando, persiguiendo fantasmas o hilando conjeturas. Ya nada cambiaría y no había nada más por descubrir. La psiquis humana es traicionera y demasiado fino es el límite entre la cordura y la locura, entre la vida y la muerte.
Hace algunos años, "el duro" (así lo llamaban) hizo (o no hizo) un descubrimiento perturbador. Perturbador no tanto por el descubrimiento (estaba acostumbrado a ellos) sino, por las turbulentas idas y venidas de los acontecimientos. Nada fue igual desde aquel día. Ese hecho fue sin duda el fin de su carrera. Demasiados misterios sin resolver, conjeturas e hipótesis inconclusas que lo llevaron hasta las mismas puertas del infierno. Este suceso lo llevó irremediablemente a la ruina. Desde hacia tiempo que su cabeza no funcionaba como de costumbre, años de durísimo trabajo habían dejado, por fin, secuelas, pero nunca tanto como desde aquel día.
Cuando Alfonso Rojas ("el duro") era todavía detective en jefe de la 4º, un caso le perturbó el sueño (recordemos que le apodaban "el duro" por la capacidad que supo tener en otras épocas para mantenerse inmutable ante las situaciones más escabrosas). El cabo Juárez le informó del caso: "una joven de entre 25 y 30 años fue presuntamente asesinada de cinco puñaladas que, desde el esternón al ombligo, forman una perfecta línea recta". "¿Dónde?", preguntó el detective, "en un pub de Medrano al 500", respondió Juárez. "¿Cuándo?", volvió a preguntar Alfonso, "ayer poco antes de la medianoche". Luego le describió vagamente el lugar y le presentó sus conjeturas, casi incoherentes, del suceder de las cosas. "Novato", pensó, y le autorizó a retirarse. Eran entonces las 5.20 AM.
Hombre incrédulo por naturaleza (o por profesión) Alfonso no creyó demasiado en su incauto empleado y decidió armar sus propias interrogantes: ¿un crimen violento pero con las heridas en línea recta?, ¿cinco puñaladas o un arma de cinco puntas?, un crimen que necesita cierto tiempo para ser ejecutado, ¿podría ser realizado en un lugar lleno de gente? Listo, había despertado su curiosidad. Se involucró instantáneamente. "Lo bueno de ser jefe es que puedo elegir los casos más atractivos", pensó en voz alta sin darse cuenta lo que aquel crimen significaría en su vida. Repetía la frase cada mañana, casi para ahuyentar el tedio y la monotonía de un trabajo ya más de oficina que de campo.
Se dirigió luego a investigar. Fue, primero, a la escena del crimen para cruzar algunas palabras con los testigos y oficiales que aún se encontraran allí. Tenía la teoría de que los muertos esperan y los vivos desesperan, por eso dejaba la morgue para el final. El lugar era, por demás, extrañísimo. Desde afuera tenía el aspecto de un garage abandonado. Un portón de madera con, al menos, las últimas tres capas de pintura a la vista. Estaba tan descascarado que ya no se distinguía cual había sido la última. Adentro era simplemente blanco. Un enceguecedor cuarto blanco, blanquísimo. No tenía sillas, ni mesas, ni ventanas, sólo un largo mostrados con botellas de diversos jugos naturales (nada con contenido alcohólico) que oficiaba de barra y millones de pequeños almohadones, de color, obviamente, en consonancia con el resto del lugar. Acostumbrado a los crímenes en lugares oscuros y solitarios, Alfonso estaba tan aturdido que casi no vio la gigantesca mancha de sangre en medio del salón. No encontró nada más, ni armas de cinco puntas, ni cuchillos, ni nadie demasiado informado. Terminó sus apuntes y fotografías, y se dirigió a la morgue. Alta, delgada y tan angelical como una niña dormida, la muchacha era puro contraste: cabello rubio y piel morena, uñas pintadas de blanco y ojos de negro, dientes grandes y labios finos, poco busto y mucha cadera. Toda discordancia excepto su ropa: vestido, zapatos e interiores blancos. Por otro parte, la muchacha tenía un tatuaje en su muslo izquierdo, una "S" o tal vez un "5".
De regreso en su oficina se dispuso a estudiar las fotos y notas que había tomado del caso. En eso estaba cuando su imaginación se disparó hacia la muchacha y su vida. "Esa noche se dirigió a su secta o culto (eso explicaría el lugar y la ropa). Sabía que esa noche le tocaba ser parte, o mejor dicho protagonista, de un sacrificio humano voluntario y silencioso (por eso los vecinos no oyeron gritos). Su tatuaje la identificaba como parte del clan y su vida hasta ese momento no había sido extraña, exceptuando su pertenencia a ese culto (eso explicaría la falta de señales de abuso en su cuerpo)". Así como esta, una a una, todas sus hipótesis fueron refutadas, acercándolo más y más al abismo; ya no podía manejar tantas incertidumbres. Vecinos del lugar o de ella, amigos de la víctima, asiduos visitantes del pub y hasta sus propios momentos de lucidez lo obligaban a reformular sus teorías o abandonarlas completamente a fin de plantear algunas nuevas, cada vez más descabelladas y oscuras. Éstas iban desde un crimen pasional, donde el tatuaje era la inicial de su amado (Santiago, Santino, Sandro...), descartada cuando recordó la frialdad con que fueron realizadas sus mortales heridas. "Ningún amante desesperado puede matar con tanta precisión", hasta algo relacionado a abducciones de extraterrestres. Su mente desvariaba cada vez más.
Tiempo después, había averiguado pocas cosas como para esclarecer el caso, pero mucho más de las que su delicada psiquis podía soportar. "La muchacha" se convirtió rápidamente en Ángeles Fonias, cuando fue reconocida por un familiar. Este hecho no hizo más que inventar, en la mente de Alfonso, paralelismos disparatados entre el color blanco y el nombre de la víctima. En otra ocasión advirtió, gracias a un detallado informe virtual provisto por el Google que esa clase de pubs son una nueva moda porteña; lugares completamente blancos, donde no sirven alcohol, la música es casi funcional y la gente se reúne a redescubrir un arte perdido: la conversación cara a cara. Todas sus conjeturas irreales acerca de sectas ocultas se desvanecieron, se sentía cada vez más perdido. También respondió al interrogante del tatuaje: "S" era la inicial del hermano de Ángeles, muerto cuando niño por una infortunada hemorragia producto de una herida en el fémur.
Estas pocas respuestas no fueron suficientes para aplacar la sed detectivesca de Alfonso; ya desvariando, no podía concentrarse en nada más que en la víctima de tan meticuloso asesinato. ¿Quién?, ¿cómo?, ¿por qué?... no tardó en desesperarse, abandonó todo y comenzó a aborrecer la luz del día. Su decadente estado fue tan evidente que lo separaron del caso. Enloqueció, más aún cuando el caso fue cerrado por falta de pruebas. Ya no quiso ver el sol ni hablar con nadie. Así lo encontraron, muerto, sólo y aún con claros rasgos de alguien trastornado. Miraba el techo recostado sobre su cama, a oscuras, como todos los días. Tal vez meditando, persiguiendo fantasmas o hilando conjeturas. Ya nada cambiaría y no había nada más por descubrir. La psiquis humana es traicionera y demasiado fino es el límite entre la cordura y la locura, entre la vida y la muerte.
Guadalupe Flores Cottet (Ficcionalización)
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