Caía la noche. Lentamente las calles se fueron vaciando y aquellas tumultuosas y trajeadas presencias se retiraron de la escena dejando, una vez más, las esquirlas de un arduo día de combate financiero. La mortecina luz del farol de la esquina iluminaba el húmedo pavimento mientras los últimos automóviles desaparecían entre las sombras. En aquel paisaje del microcentro porteño no abundan las casas de familia, solamente edificios de oficinas que palpitan durante el día y se inundan de soledad por la noche; sin embargo existen personas como Don Félix que debido a su empleo no puede pensar en una vida alejada de ese ámbito.
Esa noche todo parecía normal y ningún acontecimiento perturbó su pensamiento; algo raro porque Félix era un hombre muy atento a todo lo que sucedía a su alrededor y el más mínimo suceso le llamaba la atención. En ese desdichado momento quizás estaba pensando en su hijo, al que no veía hace años y al cual extraña cada vez más. Una bolsa negra en cada mano le ayudaba a mantener el equilibrio a lo largo del pasillo pero a la vez lo obligaba a mantener la puerta abierta con el pie para poder salir a la calle.
-¿Le ayudo, jefe?, habría pronunciado aquella figura que Félix no vio llegar y que de repente salió del rincón más oscuro y vengativo de la ciudad-. Al darse vuelta sintió que su mundo se partía en dos y ante la rapidez con que aquel hombre dominó la situación no tuvo oportunidad de reaccionar.
Luego de dejar en el suelo las dos últimas bolsas de basura que diariamente sacaba, la noche se hizo más oscura para él pues su estómago sirvió de apoyo al arma que aquel sorpresivo hombre llevaba en su mano. Lamentándose por no haber sido más cuidadoso, obedeció sin titubear las indicaciones del intruso y en menos de cinco minutos le habría entregado las llaves de las principales oficinas de aquel edificio que tanto cuidaba, pero que en ese momento fue víctima de uno de los tantos saqueos que se producían en la zona.
Frente a la puerta de entrada se detuvo silenciosamente una camioneta Traffic, desde la cual descendieron tres hombres más, todos vestidos con camperas pertenecientes a una empresa de mudanzas y, luego, de asegurarse que en el edificio estaba solamente el encargado, comenzaron su tarea.
Durante casi cuatro horas Félix estuvo atado a una silla frente a la puerta de uno de los cuatro ascensores por los cuales los intrusos bajaban cajas cargadas con objetos, papeles y computadoras. Una mezcla de tristeza, amargura e impotencia se asomaba por los claros ojos de Félix quien no podía hacer otra cosa que contemplar aquella escena de piratería.
Luego de varias idas y vueltas los hombres dieron por concluida su misión y sin demorarse demasiado desaparecieron en medio del silencio nocturno, único testigo del delito. Félix quedó sentado en una habitación donde los criminales lo encerraron antes de huir, esperando que alguien llegase y lo desatara, pero aún faltaban un par de largas horas para eso; entonces trató de alcanzar el teléfono pero fue inútil el esfuerzo realizado. Afuera la llovizna seguía cayendo indefinidamente mientras las primeras luces del alba se demoraban en aparecer.
Esa noche todo parecía normal y ningún acontecimiento perturbó su pensamiento; algo raro porque Félix era un hombre muy atento a todo lo que sucedía a su alrededor y el más mínimo suceso le llamaba la atención. En ese desdichado momento quizás estaba pensando en su hijo, al que no veía hace años y al cual extraña cada vez más. Una bolsa negra en cada mano le ayudaba a mantener el equilibrio a lo largo del pasillo pero a la vez lo obligaba a mantener la puerta abierta con el pie para poder salir a la calle.
-¿Le ayudo, jefe?, habría pronunciado aquella figura que Félix no vio llegar y que de repente salió del rincón más oscuro y vengativo de la ciudad-. Al darse vuelta sintió que su mundo se partía en dos y ante la rapidez con que aquel hombre dominó la situación no tuvo oportunidad de reaccionar.
Luego de dejar en el suelo las dos últimas bolsas de basura que diariamente sacaba, la noche se hizo más oscura para él pues su estómago sirvió de apoyo al arma que aquel sorpresivo hombre llevaba en su mano. Lamentándose por no haber sido más cuidadoso, obedeció sin titubear las indicaciones del intruso y en menos de cinco minutos le habría entregado las llaves de las principales oficinas de aquel edificio que tanto cuidaba, pero que en ese momento fue víctima de uno de los tantos saqueos que se producían en la zona.
Frente a la puerta de entrada se detuvo silenciosamente una camioneta Traffic, desde la cual descendieron tres hombres más, todos vestidos con camperas pertenecientes a una empresa de mudanzas y, luego, de asegurarse que en el edificio estaba solamente el encargado, comenzaron su tarea.
Durante casi cuatro horas Félix estuvo atado a una silla frente a la puerta de uno de los cuatro ascensores por los cuales los intrusos bajaban cajas cargadas con objetos, papeles y computadoras. Una mezcla de tristeza, amargura e impotencia se asomaba por los claros ojos de Félix quien no podía hacer otra cosa que contemplar aquella escena de piratería.
Luego de varias idas y vueltas los hombres dieron por concluida su misión y sin demorarse demasiado desaparecieron en medio del silencio nocturno, único testigo del delito. Félix quedó sentado en una habitación donde los criminales lo encerraron antes de huir, esperando que alguien llegase y lo desatara, pero aún faltaban un par de largas horas para eso; entonces trató de alcanzar el teléfono pero fue inútil el esfuerzo realizado. Afuera la llovizna seguía cayendo indefinidamente mientras las primeras luces del alba se demoraban en aparecer.
Leonardo May (Ficcionalización de un hecho real)
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