Arameo o Amadeo escuchó sonar y sonar y sonar el teléfono. Esperó, lo escuchó sonar más y más. Insiste. Contó los infinitos rings, atendió. Escuchó las palabras, una por una, las esperaba hace tiempo. Vivir en la oscuridad. Colgó. Salió. No sabía dónde iba, pero tenía la necesidad de estar yendo.
El viejo y el mar lo acompañaron todo el trayecto. No entendía cómo podían estar los dos flotando cada uno sobre sus hombros y mantenerse tan callados. Ese viejo, montando una silla mecedora, el mar picado, engañoso. Negro. La fábula del viejo y el mar. Miraba sobre su hombro, hacia el atrás, asustado. Y ahora, ¿que pasaría ahora?. Lo mismo que pasaba ahora, antes y después. Nada.
Entonces el dolor se tornó insoportable, sintió como sus rodillas se quebraban en el asfalto de la avenida atestada de autos sin conductores. Las escuchó sangrar. Una mano, toca el suelo. Otra mano toca más fuerte y se desparrama. Llora. Otra mano, una mano más blanda, blanca, casi de algodón. No llora, sonríe. Una risa tibia.
Lo levanta y lo toma en brazos. Lo besa con labios húmedos, arrugados. Lo mancha en la mejilla con un rojo rubí. El niño se limpia rápidamente con desdén.
- Arameo, cuantas veces te tengo que repetir que no camines con los ojos cerrados si no vas de mi mano.- su voz le acarició el rostro escondido entre lágrimas secas. Roce de una brisa veraniega en la húmeda ciudad de buenos aires.
- Es verdad, cada vez estoy más perdido en mí mismo, casi a veces no puedo abrir los ojos.
- Entonces no los abras.
Por un momento las luces de los autos dejaron de correr y se alinearon todas enfocando hacia el rostro de aquella mujer. Pálido y acanalado. Arameo o Amadeo la miró. El paso feroz de estos diez años sin verse había cambiado nada en ella. Por lo menos en su aspecto.
Se deslizó por un recóndito surco de piel que desembocaba en el iris perfecto de su ojo izquierdo. Cuando niño creía que ese era el color de los abismos del más allá en lo profundo del mar, donde habitan los celacantos. Fósiles vivientes disfrazados de peces ciegos, seres orgánicos de antes del antes, con cuerpos cubiertos de escamas cicloideas y cabezas acorazadas. Sus aletas, pedunculadas. Sus mentes, poderosas cavidades de almacenamiento ilimitado. Coleccionan recuerdos, historias, pesadillas, anhelos. Exhiben en sus vientres las cicatrices de todos los amores truncados de la humanidad, que caen, flotan, se sumergen lentamente dentro de las fauces del abismo. Sobre los cuencos vacíos de sus ojos de pez llevan, con desdicha, el signo. El ojo que ve y elige cuidadosamente.
La vida en la oscuridad.
Arameo o Amadeo recordaba todas estas historias como si hubiesen sido contadas en un no tiempo, se sentía a salvo. Podía recordarlo. Ella ya no podía.
Se acercó y vomitó en su anciano oído tantas palabras. Realmente necesitaba esto.
- Me enseñaste y me diste. Ahora lo quitas todo y me escondes en un placard. Ya nunca más pude volver. Me pregunto porqué un día se te ocurrió levantarte de tu silla mecedora para zambullirte en el mar negro y nadar junto a los peces ciegos.-
La mujer lo escuchaba con oídos complacientes. Un día, dos días y todos los que le siguieron. - La enfermedad y finalmente te ahogaste.- prosiguió.- Guardaste tus cuentos en un placard y te entregaste a los celacantos. Te devoraron sin dudarlo. Ya no recordaste más. Cómo perdonar tu olvido. Cerrar los ojos. Inventar cuentos de mares nunca navegados. Ahora navego a la deriva, tenía que suceder.-
- No abras los ojos hasta que sepas que quieres ver, no me apartes, déjame acompañarte. Lo he visto todo.
Entonces acude al llamado de las bocinas que ahora parecían seguir un ritmo constante.
Mira sus zapatos. La sangre se seca. Sigue caminando, cierra los ojos pero no cae. El viejo y el mar lo siguen de cerca y le preguntan si la va a perdonar de una buena vez.
Esa mujer, absurdamente viva en su cabeza. Abuela, esas gafas. ¿Cuánto más quiere ver si lo ha visto todo?
El viejo y el mar lo acompañaron todo el trayecto. No entendía cómo podían estar los dos flotando cada uno sobre sus hombros y mantenerse tan callados. Ese viejo, montando una silla mecedora, el mar picado, engañoso. Negro. La fábula del viejo y el mar. Miraba sobre su hombro, hacia el atrás, asustado. Y ahora, ¿que pasaría ahora?. Lo mismo que pasaba ahora, antes y después. Nada.
Entonces el dolor se tornó insoportable, sintió como sus rodillas se quebraban en el asfalto de la avenida atestada de autos sin conductores. Las escuchó sangrar. Una mano, toca el suelo. Otra mano toca más fuerte y se desparrama. Llora. Otra mano, una mano más blanda, blanca, casi de algodón. No llora, sonríe. Una risa tibia.
Lo levanta y lo toma en brazos. Lo besa con labios húmedos, arrugados. Lo mancha en la mejilla con un rojo rubí. El niño se limpia rápidamente con desdén.
- Arameo, cuantas veces te tengo que repetir que no camines con los ojos cerrados si no vas de mi mano.- su voz le acarició el rostro escondido entre lágrimas secas. Roce de una brisa veraniega en la húmeda ciudad de buenos aires.
- Es verdad, cada vez estoy más perdido en mí mismo, casi a veces no puedo abrir los ojos.
- Entonces no los abras.
Por un momento las luces de los autos dejaron de correr y se alinearon todas enfocando hacia el rostro de aquella mujer. Pálido y acanalado. Arameo o Amadeo la miró. El paso feroz de estos diez años sin verse había cambiado nada en ella. Por lo menos en su aspecto.
Se deslizó por un recóndito surco de piel que desembocaba en el iris perfecto de su ojo izquierdo. Cuando niño creía que ese era el color de los abismos del más allá en lo profundo del mar, donde habitan los celacantos. Fósiles vivientes disfrazados de peces ciegos, seres orgánicos de antes del antes, con cuerpos cubiertos de escamas cicloideas y cabezas acorazadas. Sus aletas, pedunculadas. Sus mentes, poderosas cavidades de almacenamiento ilimitado. Coleccionan recuerdos, historias, pesadillas, anhelos. Exhiben en sus vientres las cicatrices de todos los amores truncados de la humanidad, que caen, flotan, se sumergen lentamente dentro de las fauces del abismo. Sobre los cuencos vacíos de sus ojos de pez llevan, con desdicha, el signo. El ojo que ve y elige cuidadosamente.
La vida en la oscuridad.
Arameo o Amadeo recordaba todas estas historias como si hubiesen sido contadas en un no tiempo, se sentía a salvo. Podía recordarlo. Ella ya no podía.
Se acercó y vomitó en su anciano oído tantas palabras. Realmente necesitaba esto.
- Me enseñaste y me diste. Ahora lo quitas todo y me escondes en un placard. Ya nunca más pude volver. Me pregunto porqué un día se te ocurrió levantarte de tu silla mecedora para zambullirte en el mar negro y nadar junto a los peces ciegos.-
La mujer lo escuchaba con oídos complacientes. Un día, dos días y todos los que le siguieron. - La enfermedad y finalmente te ahogaste.- prosiguió.- Guardaste tus cuentos en un placard y te entregaste a los celacantos. Te devoraron sin dudarlo. Ya no recordaste más. Cómo perdonar tu olvido. Cerrar los ojos. Inventar cuentos de mares nunca navegados. Ahora navego a la deriva, tenía que suceder.-
- No abras los ojos hasta que sepas que quieres ver, no me apartes, déjame acompañarte. Lo he visto todo.
Entonces acude al llamado de las bocinas que ahora parecían seguir un ritmo constante.
Mira sus zapatos. La sangre se seca. Sigue caminando, cierra los ojos pero no cae. El viejo y el mar lo siguen de cerca y le preguntan si la va a perdonar de una buena vez.
Esa mujer, absurdamente viva en su cabeza. Abuela, esas gafas. ¿Cuánto más quiere ver si lo ha visto todo?
Paula Coton (Ficcionalización de un hecho real)
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