María Gabriela Sánchez, llamada así antes de pretender un doble apellido sumándose el de su marido, era una vieja modelo. Vieja no por su edad, sino por ser una figura pasada de moda, hacia ya tiempo que no modelaba.
Casada con un empresario del petróleo, heredero de una fortuna familiar de gran importancia, Maria Gabriela pudo conseguir mucha fama, mucha más de la que hubiera obtenido con el modelaje.
Cuerpo desgarbado y eterno. Como un galgo, sus largas piernas y rodillas anchas parecían no tener fin. Se encorvaba ligeramente y los huesos de su columna vertebral daban la sensación de un collar de perlas. Al caminar se podía ver que mantenía un rumbo fijo rememorando constantemente los años de pasarela que habían marcado su juventud. Un paso tras otro podíamos ver como nunca bajaba la mirada. Siempre mantenía una actitud de importancia, como si nada pasara a su alrededor, como si fuese una continua sesión de fotos.
Su cabello oscuro de terminaciones onduladas finalizaba en unas pocas mechitas que cruzaban su rostro, como si un viento constante de película las volviera rebeldes. Brillante, sedoso, radiante. María Gabriela vivía para el cuidado de su cuerpo, pero más aun de su cabello. Las suaves terminaciones, el color parejo y uniforme mostraban un cabello prolijo y cuidado.
Los hombres. Ella los enloquecía. No faltaba más que una mirada, un movimiento como buscando algo más, que allí estaban, atentos a todas sus exigencias.
Esquivando su sutil belleza, su mirada conducía al escote de María Gabriela. Siempre pronunciados por alguna prenda ajustada sus pechos florecían sugiriendo mucho para ver. Grandes, pero separados como apuntando a puntos cardinales opuestos, dejaban ver entre ellos un marcado esternón.
María Gabriela usaba ropa cara. En realidad lucia como ropa cara, pero nadie sabia si así lo era, porque cualquier prenda que se posaba en su cuerpo encontraba la manera de lucirse. Suaves sedas, y minuciosas prendas interiores conformaban su cotidiana vestimenta. Maria Gabriela adoraba que se notara la ausencia de grandes prendas íntimas. Contribuía a la imaginación, al jugueteo.
Los dorados y los brillos eran comunes detalles que resaltaban en su vestuario. Los zapatos italianos, ayudantes incondicionales, sumaban a la altura de Maria Gabriela unos 8 cm. Increíbles taco agujas sostenían alrededor de unos 64 kilogramos de una figura esbelta y refinada. Ayudaban en su postura, modelaban su cuerpo.
Le gustaban los brillos, pero más aún el maquillaje. Adornaba su rostro con millones de colores siempre eligiendo una gama determinada que combinase perfectamente con el vestuario del día. María Gabriela no repetía vestuario. Las pesadas sombras sobre sus parpados alegraban sus tristes ojos color café y el labial rojo acentuaba sus carnosos labios, que siempre permanecían húmedos. Nadie entendía como lograba que se convirtieran en un objeto de tanta sensualidad y generadores de actos de locura.
Pero lo más bello que tenía María Gabriela era su piel. Tersa y suave. Sensible. Limpia. Plenamente virgen, como si nunca se hubiera afrontado con trabajo alguno. Rosas, violetas, sándalo. Así solía oler. Siempre con una fragancia de alguna crema importada. María Gabriela no escatimaba en las cosas que la hacían sentir bien, que la hacían ver bien.
¿Podía haber alguien más bonito que ella? María Gabriela no lo creía. Su marido, sí.
Merodeaba curiosa el lugar del asesinato. Con paso sigiloso y vigilante, observaba cada detalle. Su marido se encontraba junto a ella. Era el principal sospechoso de la muerte de aquella hermosa mujer que reposaba en el suelo de su casa.
Ella lo quería así. Ser la más linda. La única. Para todos.
(Actualmente, su marido se encuentra exiliado del país. María Gabriela no pudo soportar la carga de una muerte y se suicido).
María Lucía Litardo (Retrato)
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