jueves, junio 22, 2006

Princesa

… “Está sola. ¡Pobrecita la princesa!, la abandonamos en el loquero una vez más. La angustia suele invadirme cuando me alejo, mientras ella saluda por la ventana, como si quisiera que regresemos. Estos lugares me hacen sentir el encierro, la desolación, y me pregunto por qué decidimos traerla aquí. Puedo recordar aún algunos momentos de su infancia, cuando todo era diferente, cuando estaba cerca de su familia… ¿qué la haría tomar una decisión así?
Este es un lugar oscuro, triste, demencial, nadie puede soportar permanecer en aquí. No corre el aire, la luz no entra por las ventanas, el silencio reina en la noche y en el día solo los gritos impotentes enturbian el ambiente.
Pobre princesita, abandonarla en este manicomio con esa gente, que no puede ver más allá de sus narices, que no se saluda por las calles, que no se mira a los ojos. Pobre alma la suya, al tener que lidiar todos los días con la insensibilidad de la gente, que no conocen ni a quienes aman, que no se conocen ni a sí mismos.
Allí está. Sola. Lejos. Lejos del lugar que le dio la vida, lejos del lugar que la vio crecer. Sin sus cosas, sin sus recuerdos, sin su vida. Es su exilio. Pero aún más doloroso porque marcharse fue su voluntad. Así lo quiso la princesa.
Si fuera por nosotros, su cuarto nunca se hubiera convertido en un cuarto de huéspedes, y sus cosas nunca se hubieran regalado. Su lugar en la mesa todavía estaría ocupado, y la marca del resto de pasta de dientes en su baño estaría intacta. La escalera que conduce a su cuarto añora sus corridas, su fugacidad. Juntas aprendieron a disimular los crujidos inquietantes de las caídas en las noches de fiesta, o las llegadas a un horario indebido. La escondió cuando la perseguía el miedo y también la vio marcharse un día, para no volver a sentir nunca más sus pequeños piececitos.
Todos sentimos el vacío que dejó. Juan la extraña con locura. Luego de su partida dejó de comer, de jugar. Dormía largas siestas en su cama, imaginando que ella aún lo acariciaba. Su tristeza se esfuma cuando, después de un largo tiempo, ella viene a visitarnos. Poco dura este momento. Apenas se marcha, su ausencia vuelve a invadir el ambiente, y todos comienzan a hundirse en la angustia de extrañarla.
Juan la llora en su ventana, la busca desesperadamente por todos los rincones de la casa tratando de encontrarla.
Su lugar será eternamente este. Pero solo podremos consolarnos con sus vistas esporádicas, sabiendo que la alegría de tenerla en casa es tan real como la angustia que nos provoca que cruce la puerta para volver a partir. Sabremos que ya no es la misma. Su rostro, sus gestos, su olor, su voz. Ya no está aquí. Está lejos. Está sola.

Mirta y Jorge

Alma pueblerina la de mis padres. Quizá la mía también lo sea. No pueden entender que esta es la vida que elegí. Me formaron para aprender a decidir, a elegir las cosas que quería para mi vida.
Nací y crecí en un pueblo. Tranquilo, libre, sin miedos. Un pueblo donde la familia estaba en tu casa, en el colegio, con tus amigos. Donde las puertas de las casa se mantienen abiertas, y la gente es humilde y agradable. Los noticieros nos contaban que el infierno se parecía a la Capital Federal, pero era otra realidad, a la que allí estábamos inmunes.
¿Puede entenderme alguien que no vivió jamás en un lugar así? No. Por esto puedo entenderlos a ellos, que nunca salieron del pueblo, y, en todo caso, cuestionarme a mí misma por elegir esta vida y no la que querían mis padres.
Hoy estoy acá. Mañana, no lo sé. Sólo tengo la certeza que el infierno de esta lugar no me lo contó la tele. Me lo contaron ellos, para quienes el único alivio…será que vuelva.
Princesa
María Lucía Litardo (Autobiografía)

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