lunes, julio 31, 2006

Elsa Yamila Orozco o “La Elsa” .

De anchas y robustas caderas, “la Elsa” dominaba sus movimientos, era ágil, en su quehacer, como una ráfaga. Tenía un rostro apagado y la tez oscura, como una calle de faroles averiados. Su cara estaba llena de arrugas, de pliegues que yacían debajo de los ojos y de la pera, y, por la cantidad, era difícil contarlas. Pero el desgaste por tantas horas de esfuerzo, eran las culpables. Llevaba consigo una mirada fina, dulce, pero a la vez peligrosa. Era una persona de poco pensar, pero de mucho hacer; prefería el instinto repentino, la pura acción, antes que la premeditación de un acto futuro. Su vestimenta no era nada peculiar, consistía en alguna calza o ropa barata del Once que la acompañaba en sus viajes. En sus momentos de labor, portaba un camisón gastado, que exponía, cual lienzo de galería, todo tipo de manchas abstractas y coloridas resultantes de una amplia gama de productos y anécdotas pasadas. Elsa dominaba las escobas y demás artilugios como un deporte, era lo que sabía hacer desde pequeña. Su humor oscilaba bastante, había días que lucía la mejor de las sonrisas pero, otros, portaba su peor cara que hacía ahuyentar del camino a cualquier animal doméstico de turno. Era dueña de un resentimiento contra la clase alta. Si bien sabía mentirlo muy bien, eran contadas las veces que tenía simpatía por alguno de sus jefes contratantes. Más bien guardaba una bronca imborrable contra ellos, quizás resultado de la brecha económica que los separaba. Tenía varios casos de robo a cuestas, pero nunca la agarraron con las manos en la masa. Vajillas, algún arito, revistas, una que otra joya y un reloj caro listaban, hasta ahora, su inventario de saqueo. Plata era lo único de lo que no se adueñaba en los lugares por donde había pasado. Una persona que sabía muy bien como hacer las cosas a escondidas, era más que un rasgo, su virtud máxima. No obstante, seguro que no sabría que cara poner o que palabras elegir si la vieran llevándose algo que no fuera de ella, pero su reputación le era más que importante. Los valores religiosos aprendidos en su infancia, constituían su actual moral inalterable. Seguramente no aguantaría que la vieran robando, sería capaz de cualquier acto para no ensuciar su nombre. Si alguna vez la agarraran con las manos en la masa, Elsa no dejaría fácilmente que apareciera una marca en sus antecedentes, invalidándonla en la consultora a la que pertenecía, impidiéndole trabajar como “la recomendada”. Elsa haría cualquier cosa para impedirlo.
Juan Ignacio Sandoval (Retrato)

Robaron una estatua. El lanzador de manzanas.

El puestito era pequeño, un techo de madera oscura marcaba el límite de altura. La reja que ahora servía de puerta, había pertenecido, alguna vez, al alambrado de una plaza. Los remaches excedían su vida útil y ya estaban en sus últimas.
Allá por el año sesenta o setenta, Enrique tenía un amigo que acababa de heredar un dinero y se lo había pedido prestado. Llegar fue cosa difícil, pero sumando al monto los ahorritos de la tía Tulia, Enrique se había acercado a la suma que aparecía escrita en el cartelito de venta y consiguió comprarlo y ponerlo en marcha. Con mucho esfuerzo, la cosa fue mejorando, y los clientes visitaban el puestito frecuentemente, aunque siempre eran los mismos. Se vendían todo tipo de objetos y chatarras, pero no por mucho dinero.
Enrique trabajaba allí, y era el jefe. Con una barriga bien asentada, de barba blanca, portaba siempre un jardinero un poco descosido. Un bastón robusto, lo ayudaba a corregir su caminata oblicua. Su actitud era bastante imponente, no solía tratar mal a sus clientes, pero no toleraba que lo tomaran por ignorante, aunque así lo fuera. Su labor consistía en la compra-venta de metales. Primero los conseguía a bajo precio y luego eran revendidos a otros, para ser fundidos y reutilizados.
-¡Vamos!. ¿Cómo que treinta pesos, esto es bronce en serio?. Usted está loco. Yo le estoy vendiendo material de primerísima calidad. Esta manija perteneció a las puertas del barrio de Boedo. No, no, no, por treinta ni mamado señor, piénselo bien –se produjo una pausa, que había practicado desde siempre-. Setenta y cerramos –retomó Enrique-
-Y no sé, me parece mucho–se lamentaba el comprador, mientras miraba un tanto desconcertado, con cara de inocente-.
-Bueno como usted quiera, pero por esa plata ni lo piense.
-Bueno, me lo llevo, esta bien. Arreglamos en setenta –concluía el comprador, creyendo que era un ganga-.
La compra-venta, era algo difícil. El arte consistía en los gestos, qué músculos de la cara mover y en qué momento hacerlo, para que pareciera natural. Pero era un teatro, una actuación para hacerlos entrar en una nube confusa y que cayeran en la duda. Logrado esto, y si la cosa marchaba bien, era solo cuestión de azar y suerte. El comprador podía aceptar la oferta o desistir de ella. Tal era así, que esos últimos meses no habían sido fáciles, y el puestito había comenzado a decaer en picada.
-Las cosas no están marchando bien Pepe. –le contaba desconcertado a un vecino del puesto, que se dedicaba a la venta de bañaderas-. Esta faltando buen metal. Y la gente ya no confía mucho en la feria. Me cuesta un montón vender esta mercadería.
-No te alarmes Enrique, ya viste que las cosas son así acá. Todos vienen a la feria para comprar por dos mangos. Vienen con poco billete en el bolsillo. Acá hay que pensar en grande, un buen negocio y ponerse un localcito con vista a la calle. No queda otra. –exclamaba Pepe, con una voz un tanto ronca y enojada-.
-Y si, pero ¿Qué le vamos a hacer? No se puede salir de esta mugre Pepe, somos como esclavos.
-M´hijo, acá hay que planear algo. Algo grande. Algo que nos saque del pozo.
-No me hagas reír, Pepe. Que cosa grande ni que ocho cuartos. Estamos condenados a vivir así.
-¡Pero vamos! Que yo te estoy hablando en serio. Cuestión de abrir el mate y ponerse a pensar en una buena pegada. Enrique, me voy que tengo un cliente en la puerta.
Enrique permanecía inmóvil. Aquellas palabras marcaban un antes y un después, eran decisivas. Los engranajes en su cabeza empezaban a girar en otro sentido. Las ideas comenzaban a acomodarse, y eso no pasaba seguido. Un deseo de resentimiento y bronca comenzaba a flotar, como una boya en agua salada. La mirada ahora se perdía en la nada, como si su cerebro hubiera dejado de atender las motricidades del cuerpo, para brindarle un rendimiento exclusivo a aquella idea sin estrenar.Llegada la noche, hundía su cuerpo entero en aquella cama. La contraforma formada en ese colchón era notable, resultado de unos ciento y pico de kilos postrados tantas noches seguidas. Pero Enrique no pegaba un ojo. Parecía como si aquella charla hubiera tomado el control de su persona, y, ahora, sus párpados preferían mantenerse abiertos.
Pasado el insomnio, Enrique estaba, una vez más, en el puestito sacándole brillo a los metales con el trapo de turno.
-Pepe, después pasate por el puestito, que quiero hablar con vos –fueron las primeras palabras que salían de la boca de Enrique ese día-.
-Bueno, termino con esto y voy –contestaba el otro, sin desviar los ojos de su tarea-.
Pasados unos minutos, Pepe ya entraba por la puerta y esperaba, con ansias de hacer breve la charla.
-Pepe, lo pensé bien y me decidí viejo. Me la voy a afanar.
-¿De qué me estas hablando, Enrique?
-La estatua que está allá en el Bulevar Oroño. Me la quiero llevar. Es bronce puro. Un dineral, ¿Entendés?
-Vos estas loco Enrique. ¿Qué estas diciendo? Te van a agarrar. Estás mamado hermano.
-Estoy podrido de la feria, me quiero pegar el palo. ¿Estás conmigo?
-Enrique, lo que estas diciendo es una locura. No tiene sentido, nos va salir mal.
-Ya lo planeé todo Pepe, le atamos unas cadenas. Las amarramos a la chata y salimos rajando. Va a salir todo bien. Avisale a tus pibes y vamos.
-No sé, macho. Hace mucho que no estoy en esa. Sabés que la última vez por un pelo sale todo mal.
-Pero esto es diferente Pepe. No pasa nadie por la placita esa, es una boca de lobo. Es bronce puro. El otro día le eché el ojo y es maciza. Es un ladrillo de guita, papá. La fundimos y hacemos un billetón.
-Dejámelo pensar un poco. A las nueve te paso a buscar por tu casa, pero si no llego no me esperes.
-Está bien Pepe, pero no me arrugués. Va a salir todo bien, es un diez, no hay pérdida.
-No sé. Estas cosas no son tan fáciles. Me voy para el puestacho.
Y cada tanto les pasaba pensar en este tipo de cosas. Eran bastantes los golpes que llevaban encima. La catástrofe tocaba sus puertas repentinamente y algún día explotaban. Podía salirles bien o mal, pero a fin de cuentas era el mismo azar que vivíanen el día a día.
Las agujas del reloj, que pesaba sobre el living desolado, ya estaban en la posición correcta. Enrique estaba preparado, con su bolso de cuero gastado y los guantes puestos. La cábala era esperar sentado y con las piernas cruzadas, en la banqueta del patio. La cantidad de parpadeos por minuto había disminuido bastante. La quietud y ansiedad eran próximas a las de una fiera aguardando para atacar inesperadamente. De repente, la chicharra del timbre alertaba, al pobre hombre, sobre la pronta salida. Con la frente bien alta, Enrique apoyaba cada paso con seguridad, sobre esos azulejos lustrados del pasillo de salida.
El encuentro con aquellas caras, le causaba cierta felicidad.
-¿Cómo va muchachos? Vamos por Pavón, que es mas seguro –soltó al aire, poniendo uno de sus pies sobre el interior de la camioneta-.
El viaje fue tranquilo, y casi no había diálogo entre ellos.
-Es acá, es acá. Estacionate ahí, atrás del auto azul y dejalo en marcha. Yo te chiflo y arrancá al mangazo –le ordenaba uno de los más experimentados en este tipo de asuntos-.
Tomaron las cadenas para envolver a aquel prócer congelado. Los eslabones chocaban entre sí, produciendo un tintineo agradable. Ya estaban hechos los ajustes necesarios para emprender la huida. Las cubiertas empezaron a girar sin moverse del lugar, por el acelere excesivo. El aire olía a goma quemada, un humo tóxico del raspado con el asfalto irregular. La fuerte lucha entre los cilindros de aquel motor exigido, y la solidez de la estatua empotrada en el mármol. Ahora, el vehículo se alejaba a toda marcha, por la calle del bulevar. Reinaba en aquel habitáculo un silencio indescriptible. Pero de repente, Enrique quebró aquel clima sepulcral:
-Moco de pavo. Fácil ¿Viste? Acá, en este barrio, no hay un alma Pepe. ¡Te dije!. –se jactaba Enrique, con cierto aire de superioridad-.
Juan Ignacio Sandoval (Ficcionalización)

Autobiografía

Hoy soy quien soy gracias a mi pasado, a aquellos años que han transcurrido puliendo lo que soy. Es difícil remontarse a alguna situación significativa de mi vida que pudiera explicarme, incluso esta no será fidedigna dado que mi memoria recorta algunos detalles quedándose con otros. Me basaré entonces en aquellos que creo más importantes. Los tiempos de mi infancia, fueron realmente influyentes, y también conformaron las hojas doradas de mi propia historia.
Físicamente, me encontraba todos los días a menos de 2 metros de distancia de aquella bandera que se izaba (palabra que no uso desde entonces) por las mañanas, en aquel patio verde oscuro que pertenecía a mi colegio. Algún alumno distinguido era elegido al azar, entre un grupo selecto de alto promedio escolar. Era éste el afortunado que llevaba a cabo el show matutino. Tan solo 2 metros era lo que me separaba de ella, pero yo ocupaba la posición primera de la fila por mi baja estatura (cualidad que todavía conservo si se me mide o se me mira comparativamente). Pero, a pesar de la cercanía, no podría desdoblarla y acariciarla suavemente mientras se elevara hacia arriba.
De reputación desfavorable para las autoridades escolares, pero totalmente avalado por mis compañeritos de grado, llenos de maldad y hormonas excitadas, la mayor parte de mi tiempo la pasaba ideando planes perfectos para generar novedosas travesuras.
Con solo mirarnos nos entendíamos, como si viajara un mensaje a través de los ojos y fuera recibido por la retina del otro, como una especie de telepatía practicada incansablemente y surgida de la misma experiencia. Esto me pasaba con mi amigo Martín, que más que un amigo era un cómplice. Si hubiese sido lo contrario, hoy nos estaríamos riendo de las viejas anécdotas; pero esto no sucedió, ya no quedan rastros de él, solo queda el recuerdo de aquellas épocas..
Fue en uno de esos momentos “hueco”, luego del almuerzo y antes de la primera hora de la tarde, deambulando por los pasillos, nos chocamos con el viejo y pesado armatoste, cerrado con llave, que tragaba en su penumbra borradores y tizas inaccesibles. Era el placard de lata. Y fue ahí cuando divisamos el objetivo, allí puestos sobre el frío del metal. Ahí estaban todos ellos, con diferentes alturas y prolijidades. Eran los objetitos souvenir que los chiquitines del primer grado, recientemente, habrían fabricado y se encontraban secándose de la pegatina en exceso. Aquellos que harían derramar las primeras lágrimas de los papis, sorprendidos por lo bien que habrían acertado, al mandarlos al colegio privado. Al menos hubieran sido necesarias más de 20 cajas grandes para fabricar todo eso, o tal vez un poco más, pero eso no importaba, todo lo que fuera “cuentas” estaba asociado a las clases y no a lo que estábamos pensando. Tal vez haya sido la terrible cantidad de fósforos, o la mínima proximidad entre cada uno de ellos lo que nos haya llevado a hacerlo.
Ahora se jugaba un gran enfrentamiento, cara a cara, por un lado el deseo por cometer la fechoría y por el otro el peligro de ser sancionados. Pero la tentación por el artificio era demasiado robusta como para dejarse ganar. Y así fue como la curiosidad y el vandalismo ganaron esta vez. Nos brillaban los ojitos con la ilusión de que tal acto nos llevaría a la cima de los peores de la institución; nos dispusimos a planear, organizar y armar la escena hasta quedar completamente seguros de que no fallaría nada. Aquí y una vez más se despertó y vio la luz, el encendedor de turno que dormía en mi bolsillo con medio tanque lleno. Escupiendo su gas inflamable al pulsar su tecla y seguido de la chispa, lanzaba su llamarada para dar comienzo al festín lumínico. Con solo tocar con la llama la primer manualidad infantil de la escena, se produciría el efecto dominó que esperábamos. Uno a uno se fueron encendiendo y contagiando las cabecitas rojizas, deleitándonos con un espectáculo que nunca jamás podríamos volver a presenciar. La sonrisa en la cara de Martín debía ser un espejo de la mía, una sonrisa que hoy me asusta, resultante de algo divertido y perverso.Es tan solo un recuerdo, pero esta vivencia es la que todavía reposa con exactitud en mi cabeza, tal vez sea por su originalidad, o por el orgullo de contarlo o, simplemente, porque es algo que hice que no volvería a repetir. Creo que en él, puedo autodefinirme, no era solo cuestión de realizar un acto prohibido, sino de hacer algo que creíamos original, ideado, pre-pensado, elegir una travesura que fuera realmente nueva para sumar a la extensa lista. Incluso pienso, que hoy, en mis días corrientes, busco el mismo objetivo en la vida: la esencia de algo nuevo. Es lo que me mantiene vivo, es lo que completa mi ser. Esta es la razón por la que hablé de esto y no de otro recuerdo, o -quien dice- si no estoy buscando la excusa perfecta para no escribir acerca de algún otro. Si hay algo que me angustia en este mundo, desde que tengo uso de la razón, ha sido siempre lo banal, lo trillado, lo mundano, los lugares comunes en los que temo caer. Por eso me hubiese odiado si mi relato hablara de mis primeros pasos, o de cuáles fueron mis primeras vocales pronunciadas, o las primeras zapatillitas de talle miniatura. Miles de letras (4.309 hasta aquí, incluyendo este paréntesis) forman cientos de palabras, esto es lo que veo en esta hoja cuando me alejo a una distancia lo suficiente como para no distinguirlas. Es aquí cuando las veo como fósforos, próximas entre si, una junto a la otra, pegadas, formando una gran mecha. Revivo mi deseo pirotécnico, quiero hacerlo pero no, no puedo, no puedo pensar que vaya a suceder como espero que suceda, no va a funcionar. Voy a conformarme con pintarlas de rojo, como las antiguas cabecillas de fósforo.
Juan Ignacio Sandoval

viernes, julio 14, 2006

Psiquis

Miraba el techo recostado sobre su cama, a oscuras, como todos los días. Tal vez meditando, persiguiendo fantasmas o hilando conjeturas. Ya nada cambiaría y no había nada más por descubrir. La psiquis humana es traicionera y demasiado fino es el límite entre la cordura y la locura.
Hace algunos años, "el duro" (así lo llamaban) hizo (o no hizo) un descubrimiento perturbador. Perturbador no tanto por el descubrimiento (estaba acostumbrado a ellos) sino, por las turbulentas idas y venidas de los acontecimientos. Nada fue igual desde aquel día. Ese hecho fue sin duda el fin de su carrera. Demasiados misterios sin resolver, conjeturas e hipótesis inconclusas que lo llevaron hasta las mismas puertas del infierno. Este suceso lo llevó irremediablemente a la ruina. Desde hacia tiempo que su cabeza no funcionaba como de costumbre, años de durísimo trabajo habían dejado, por fin, secuelas, pero nunca tanto como desde aquel día.
Cuando Alfonso Rojas ("el duro") era todavía detective en jefe de la 4º, un caso le perturbó el sueño (recordemos que le apodaban "el duro" por la capacidad que supo tener en otras épocas para mantenerse inmutable ante las situaciones más escabrosas). El cabo Juárez le informó del caso: "una joven de entre 25 y 30 años fue presuntamente asesinada de cinco puñaladas que, desde el esternón al ombligo, forman una perfecta línea recta". "¿Dónde?", preguntó el detective, "en un pub de Medrano al 500", respondió Juárez. "¿Cuándo?", volvió a preguntar Alfonso, "ayer poco antes de la medianoche". Luego le describió vagamente el lugar y le presentó sus conjeturas, casi incoherentes, del suceder de las cosas. "Novato", pensó, y le autorizó a retirarse. Eran entonces las 5.20 AM.
Hombre incrédulo por naturaleza (o por profesión) Alfonso no creyó demasiado en su incauto empleado y decidió armar sus propias interrogantes: ¿un crimen violento pero con las heridas en línea recta?, ¿cinco puñaladas o un arma de cinco puntas?, un crimen que necesita cierto tiempo para ser ejecutado, ¿podría ser realizado en un lugar lleno de gente? Listo, había despertado su curiosidad. Se involucró instantáneamente. "Lo bueno de ser jefe es que puedo elegir los casos más atractivos", pensó en voz alta sin darse cuenta lo que aquel crimen significaría en su vida. Repetía la frase cada mañana, casi para ahuyentar el tedio y la monotonía de un trabajo ya más de oficina que de campo.
Se dirigió luego a investigar. Fue, primero, a la escena del crimen para cruzar algunas palabras con los testigos y oficiales que aún se encontraran allí. Tenía la teoría de que los muertos esperan y los vivos desesperan, por eso dejaba la morgue para el final. El lugar era, por demás, extrañísimo. Desde afuera tenía el aspecto de un garage abandonado. Un portón de madera con, al menos, las últimas tres capas de pintura a la vista. Estaba tan descascarado que ya no se distinguía cual había sido la última. Adentro era simplemente blanco. Un enceguecedor cuarto blanco, blanquísimo. No tenía sillas, ni mesas, ni ventanas, sólo un largo mostrados con botellas de diversos jugos naturales (nada con contenido alcohólico) que oficiaba de barra y millones de pequeños almohadones, de color, obviamente, en consonancia con el resto del lugar. Acostumbrado a los crímenes en lugares oscuros y solitarios, Alfonso estaba tan aturdido que casi no vio la gigantesca mancha de sangre en medio del salón. No encontró nada más, ni armas de cinco puntas, ni cuchillos, ni nadie demasiado informado. Terminó sus apuntes y fotografías, y se dirigió a la morgue. Alta, delgada y tan angelical como una niña dormida, la muchacha era puro contraste: cabello rubio y piel morena, uñas pintadas de blanco y ojos de negro, dientes grandes y labios finos, poco busto y mucha cadera. Toda discordancia excepto su ropa: vestido, zapatos e interiores blancos. Por otro parte, la muchacha tenía un tatuaje en su muslo izquierdo, una "S" o tal vez un "5".
De regreso en su oficina se dispuso a estudiar las fotos y notas que había tomado del caso. En eso estaba cuando su imaginación se disparó hacia la muchacha y su vida. "Esa noche se dirigió a su secta o culto (eso explicaría el lugar y la ropa). Sabía que esa noche le tocaba ser parte, o mejor dicho protagonista, de un sacrificio humano voluntario y silencioso (por eso los vecinos no oyeron gritos). Su tatuaje la identificaba como parte del clan y su vida hasta ese momento no había sido extraña, exceptuando su pertenencia a ese culto (eso explicaría la falta de señales de abuso en su cuerpo)". Así como esta, una a una, todas sus hipótesis fueron refutadas, acercándolo más y más al abismo; ya no podía manejar tantas incertidumbres. Vecinos del lugar o de ella, amigos de la víctima, asiduos visitantes del pub y hasta sus propios momentos de lucidez lo obligaban a reformular sus teorías o abandonarlas completamente a fin de plantear algunas nuevas, cada vez más descabelladas y oscuras. Éstas iban desde un crimen pasional, donde el tatuaje era la inicial de su amado (Santiago, Santino, Sandro...), descartada cuando recordó la frialdad con que fueron realizadas sus mortales heridas. "Ningún amante desesperado puede matar con tanta precisión", hasta algo relacionado a abducciones de extraterrestres. Su mente desvariaba cada vez más.
Tiempo después, había averiguado pocas cosas como para esclarecer el caso, pero mucho más de las que su delicada psiquis podía soportar. "La muchacha" se convirtió rápidamente en Ángeles Fonias, cuando fue reconocida por un familiar. Este hecho no hizo más que inventar, en la mente de Alfonso, paralelismos disparatados entre el color blanco y el nombre de la víctima. En otra ocasión advirtió, gracias a un detallado informe virtual provisto por el Google que esa clase de pubs son una nueva moda porteña; lugares completamente blancos, donde no sirven alcohol, la música es casi funcional y la gente se reúne a redescubrir un arte perdido: la conversación cara a cara. Todas sus conjeturas irreales acerca de sectas ocultas se desvanecieron, se sentía cada vez más perdido. También respondió al interrogante del tatuaje: "S" era la inicial del hermano de Ángeles, muerto cuando niño por una infortunada hemorragia producto de una herida en el fémur.
Estas pocas respuestas no fueron suficientes para aplacar la sed detectivesca de Alfonso; ya desvariando, no podía concentrarse en nada más que en la víctima de tan meticuloso asesinato. ¿Quién?, ¿cómo?, ¿por qué?... no tardó en desesperarse, abandonó todo y comenzó a aborrecer la luz del día. Su decadente estado fue tan evidente que lo separaron del caso. Enloqueció, más aún cuando el caso fue cerrado por falta de pruebas. Ya no quiso ver el sol ni hablar con nadie. Así lo encontraron, muerto, sólo y aún con claros rasgos de alguien trastornado. Miraba el techo recostado sobre su cama, a oscuras, como todos los días. Tal vez meditando, persiguiendo fantasmas o hilando conjeturas. Ya nada cambiaría y no había nada más por descubrir. La psiquis humana es traicionera y demasiado fino es el límite entre la cordura y la locura, entre la vida y la muerte.
Guadalupe Flores Cottet (Ficcionalización)

jueves, julio 13, 2006

La muñeca de Denise

La muñeca descuartizada, sucia, ajada y vieja está sobre la mesa, sentada no alcanza los 30 centímetros de altura.
Con su pollera de tul y puntillas, lo que en algún momento fue un vestido es hoy la reliquia de una época, en la que los juguetes eran miniaturas de la realidad.
Su brazo derecho partido a la altura del hombro y separado de su cuerpo deja al descubierto los interiores de la muñeca.
Sus medias sucias (también con puntillas) y manchadas de humedad cubren las formas de un pie similar al de un bebe de tres meses. Donde debiera estar la cabeza: nada.
Decapitada, pero con visibles rastros de premeditación en el hecho.
No hay golpes ni roturas en su torso. Esto no ha sido un accidente. Alguien ha decidido no ver más su rostro y quito su cabeza de allí.
Lorena Farah (Descripción)